Thursday, December 15, 2005

PARAGUAS DE NUEVA YORK




Cuando caen las primeras gotas de lluvia en Nueva York, los paraguas, aburridos en la oscuridad de los closets, saltan alborozados y muestran sus muelas de la alegría. Saben que sus dueños ya no tardarán de agarrarlos de los bastones y que los sacarán a pasear por las húmedas calles colmadas de rascacielos.

Hay paraguas de muchos colores: negros, azules, rojos, verdes, violetas, siendo los paraguas negros los que más abundan. Será por eso que se les ven más seguros, más desenvueltos y más parlanchines que los otros. En cambio, los paraguas amarillos, por ejemplo, que son tan poquísimos, deambulan calladitos y con las miradas tímidas de tanto que los miran como bichos raros.

Brela, es un viejo paraguas color granate, que acompaña desde hace medio siglo a doña Marlene. Ella lo llamaba así, como una abreviación de "umbrella", que en inglés significa "paraguas".

Es tan buena gente, Brela, que cuando llueve torrencialmente, se muere de las ganas por cubrir a los indefensos indigentes y a los loquitos de la ciudad. Hasta desea convertirse en un gigantesco paraguas para volar arriba, muy arriba, y proteger a los rascacielos de los feroces aguaceros. Pobrecitos ellos, tan patilargos y bonitos que son, y nadie se acuerda de hacerles unos paraguotas a sus medidas.

Por las calles estrechas colmadas de gente se sabe quienes son los paraguas educados y quienes no . Brela, es de quitarse el sombrero. Ante la confusion de la muchedumbre, Brela con mucha cortesía se agacha o se eleva para dar paso a otros paraguas. En cambio, hay paraguas malcriados que andan por andar, golpeando a cuanto paraguas se le cruce. Brela es tan hidalgo, que cuando de casualidad golpea a otro, se le arrodilla y le pide mil disculpas. Así es siempre, todo un caballero.

Los paraguas deambulan por todos los rincones con diferentes miradas: miradas tristes, relajadas, alegres o preocupadas, según el estado de ánimo de sus patrones. Si éstos, por ejemplo, van contentos a visitar a algún familiar querido, los paraguas se verán sonrientes. Pero si sus dueños van tensos a buscar trabajo y regresan a casa con las caras largas de no haber encontrado nada, los paraguas también regresarán cabizbajos.

Los televisores, las camas, los platos, los muebles, las mesas, los cuadros y muchas de esas cosas que habitan en casa de doña Marlene, cuánto quisieran ser un paraguas como Brela, aunque sea por unas horas, para salir a pasear por las calles de la Gran Manzana.

Y no hay lugar de la ciudad, donde Brela no haya puesto sus pies. Como turista de vacaciones o como conquistador fugaz, invade colegios, cementerios, bibliotecas, restaurantes, universidades, lavanderías, trenes, cuarteles de la policía, cafetines, buses, cortes, fábricas, mercados, panaderías, taxis, cines, estadios, iglesias, y hasta ha penetrado en el alma de doña Marlene, encariñada por haber envejecido con él, queriéndolo como uno más de la familia.

Lo que sí es cierto, es que a la mayoría de los paraguas les encanta pasearse en las manos de los niños. A veces, los nietos de doña Marlene por si las moscas toman a Brela para ir a sus escuelas. Entonces, Brela disfruta del dulce sabor de sentirse su héroe que los salva de las monstruosas lluvias. Y aún, si no hubiese lluvia, Brela se presta para todo lo que sus patroncitos se les ocurra: se deja convertir en bate de béisbol pegando pelotas imaginarias o en una espada filuda que hace temblar al enemigo.

Por último, hay un lugar donde los paraguas tienen un terror bárbaro: el subway de los trenes. Sobre todo si los trenes están vacíos.

Cuando los trenes van repletos de gente, los paraguas respiran tranquilos porque viajan agarrados de sus amos. Pero si los trenes van sin mucha gente, los patrones los sientan en los asientos vacíos. Entonces, ¡qué peligro!, los paraguas tiemblan cuando sus dueños se echan una siestecita por temor a que cuando ellos se despierten, salgan apresurados a las calles y los olviden en los solitarios asientos, dejándolos tristes y llorosos en los silenciosos vagones, perdidos para siempre, en un viaje sin retorno.

Por fortuna, eso nunca sucedió con Brela, pues por más que doña Marlene estaba muerta de sueño y despertaba repentinamente para bajar de buses o trenes, nunca olvidó a Brela que viajaba a su costado.

Pero, como todo tiene su final, un mal día de invierno, Brela se nos fue para siempre. El, que había resistido las más terribles tormentas de Nueva York, no pudo resistir una tormenta dominical en manos de uno de los nietos de doña Marlene. El niño regresó a casa, empapado y llorando de la pena, con Brela destrozado entre sus manos.

-Fue valiente, abuelita, Brela luchó hasta el final contra el viento y la nieve para cubrirme. Seguro, como ya estaba viejito, no tenía muchas fuerzas para enfrentar a la tormenta- dijo el niño, acongojado entre los brazos de doña Marlene.

Ella, adolorida por la partida del compañero que durante cincuenta años la protegió de la lluvia y el sol, metió los restos de Brela en una bolsa y los guardó entre sus cosas.

Pocos años después, también ella partió a la eternidad. Como su familia sabía lo mucho que quiso a Brela, la enterraron con los restos de Brela: sus pedazos de tela granate, sus varillas retorcidas y su bastón de caoba.

Así son nuestros queridos paraguas, tan útiles como la ropa, tan necesarios como los zapatos. Así fue Brela, uno de los millones de paraguas incansables que trajinó por todas las esquinas de Nueva York eterna, abriéndose paso entre la multicolor procesión de paraguas obreros, que a diario, cumplen con la heroica misión de pelear contra viento y marea, contra lluvia y sol, para que nada ni nadie pueda lastimar los techos de nuestras cabezas.



Octubre 15, 2005,
New York

Sunday, December 11, 2005

LA LOCA ANTONETA


-¡Ya llega, ya viene la loca Antoneta, ya llega!- entonces, alborotábamos el parque con nuestros gritos de alegría al verla. Justo cuando ya nos estábamos aburriendo de jugar al trompo o a las bolitas, aparecía ella con su estampa estrafalaria.
Nunca nos fallaba, siempre venía con los cabellos parados, vestida de un montón de harapos, el rostro mugriento, los pies descalzos con unas uñazas amarillentas y cargando un costal que cuidaba como si llevara oro. ¿Qué habría dentro de él?

De todos los juegos, la loca Antoneta era nuestro juego favorito. Vieran cómo nos divertíamos con ella. Le dábamos la bienvenida arrojándole las cosas que sacábamos de la basura de nuestras casas: cáscaras de plátanos, pepas de mango, tarros de leche vacías, troncos de choclo, huesos de pollo, tomate podrido y hasta hacíamos barro para tirarle en la cara. Y cómo nos matábamos de la risa cuando ella, enojadísima, nos correteaba por todo el parque sin poder atraparnos. La pobre era tan lenta...

Al rato, cuando la veíamos agitada de tanto correr, la dejábamos sentarse en alguna banca para acercarnos cara a cara e insultarla: loca fea, loca cochina, vieja loca, loca esqueleto, loca Antoneta cara de maceta. Ella, furiosa, nos hacía papilla con una mirada llena de rabia que nos clavaba a todos.

Nos moríamos de la curiosidad por saber qué era lo que guardaba en ese costal que llevaba a las espaldas. Las pocas veces que habíamos intentado quitárselo se ponía bravísima. Vieran la cara horripilante que mostraba y los rugidos de león que daba. ¡Qué miedo!. Empero, estábamos contentos de que existieran locas como la loca Antoneta para que le pongan emoción a la vida.

Pero una tarde no se salvó la loca. Decidimos quitarle el costal a la fuerza. La amenazaríamos con unos palos gruesos y largos para que nos lo entregara. Y pobre de ella que se resistiera, los palazos que recibiría hasta que soltara el costal.

Al llegar al parque, buscó ansiosa una banca para descansar. Entonces, después que la dejamos sentarse en paz, la rodeamos silenciosamente. Ella se levantó asustada, girando a su alrededor con cuidado.

-Loca Antoneta, dános tu costal o te molemos a palos- amenazó Hernán, con el palo en alto.

Ella, lejos de darnos el costal, lo abrazó con fuerza, dando el primer rugido de la tarde.

-Por última vez te lo advertimos...suelta el costal- exigió Vladir, moviendo su palo de un lado para otro.

La loca Antoneta se puso en guardia, mostrándonos un puño desafiante.

-Tú te lo buscaste- dijo Melchor y pegó un palazo en el hombro de la loca, quien lanzó un largo quejido de dolor. Rugió por segunda vez, aferrándose al costal.

Abel no tardó en darle palazos en las piernas. Y Tobías, en la barriga. Y Demetrio, en la cintura. Le llovió palazos por todas partes. Pero ella resistía con fiereza. Valiente, la loca, de verdad. No se rendía por nada. Defendía su costal como si defendiera a su propia madre. Otra, ya hubiera soltado el costal con tanto castigo.

Nos mostró el otro puño, listo para el combate.

A mi me pareció que los muchachos o tenían mala puntería o estaban con pena de darle donde debería pegársele: en la cabeza. Yo no me hice bolas. Apunté bien un rato y ¡puggg!, mi palo pegó a la altura del cerebro. ¡Listo!, la loca se derrumbó desmayada sobre el pasto húmedo.

-¡Bravo! ¡Bravo!- celebramos todos.

¡Al fin teníamos en nuestras manos al ansiado costal!. Sin perder tiempo, lo desatamos de inmediato. ¿Qué guardaría? ¡Qué emoción nos embargaba!

Gilberto metió la mano temblorosa y empezó a sacar varias cosas: un pañal, un chupón, un babero, unos zapatitos blancos, un roponcito celeste y una gorrita de lana amarilla... Pero, ¿qué era todo éso?. Presentíamos que algo andaba mal.

Por último, Gilberto sacó una foto pequeña y viejita. Curiosos, nos acercamos para verla. Era una mujer joven, sonriente, cargando a un bebé en sus brazos... ¡Oh, no! ¡¿Qué habíamos hecho?! Todos nos quedamos mudos. Sentí que la piel se me helaba. Disimuladamente, nos miramos las caras largas.

-Creo que es la foto de la loca Antoneta con su hijito- comentó Gilberto, cabizbajo, rompiendo nuestro silencio.

La loca Antoneta despertó y miró sorprendida sus cosas regadas en el pasto. Ofuscada, le quitó la foto a Gilberto y lloró, lloró tanto...

-Mi bebito- balbuceó, con los ojos flotando en lágrimas mansas.

¡Qué desgracia! ¡Qué salvajes que fuimos!. Bajé la cabeza. Me sentí raro, triste. El resto de los muchachos también bajaron sus cabezas. Tristes también. ¡Vaya!, allí comprendí que era cierto éso de que por más malos que seamos siempre guardamos algún sentimiento bueno. Era cierto, porque algo mojaba mi nariz y mis labios: eran mis primeras lágrimas de tristeza. El resto también lloró. ¡Caray!, nosotros que nos creíamos los más malos de la Tierra y que nada nos haría llorar. ¡Qué tontos que éramos!

De verdad, cuántas cosas quisimos decirle a la loca Antoneta para que nos perdonara. Pero, ¿bastaría con disculparnos con las palabras más cariñosas para que olvidara todo lo malo que le hicimos?

Entonces, Victorio, con su voz apesadumbrada, empezó a hablar por todos.

-Perdónenos, señora, perdónenos, fuimos unos malvados con usted. Si hiciéramos algo para que nos perdonara. ¿No le gustaría vivir con nosotros? Mi familia tiene una casa grande, con muchos cuartos. Mamá se pondría contenta de recibirla. A ella le gusta ayudar a la gente con problemas. Le daríamos un cuarto amplio y muy cómodo, con un baño precioso. Pero, vamos señora, deje de llorar. Vamos, que usted ya debe tener hambre, ¿verdad?, nosotros también. Le prepararemos un pollo horneado con arroz graneadito, o tallarines verdes con un churrasco dorado encima, o pescadito frito con abundante ensalada. Lo que usted guste, mamá le preparará encantada. ¡Aahh!, y le regalaremos zapatos nuevos y bonita ropa. Lucirá linda, usted. Y también mi hermana le podría enseñar a tejer divinos manteles de mesa para que usted los venda en los mercados y gane su dinerito. Pero vamos que se hace noche... ¡Aaaahhhhhh!, y mañana mismo usted nos lleva al cementerio donde descansa su hijito, ¿ya?, para llevarle las flores más hermosas ....

Pero la loca Antoneta no quería saber nada de nada. Metió sus cosas en el costal y con sus pasos cansados fue perdiéndose por la sendero oscuro que conducía a su lejana covacha, y nunca más supimos de ella.

Recuerdo que a lo lejos, la vimos peleando con la lluvia, dando puñetazos a las gotas que bañaban a las moscas muertas que yacían sobre su cabezota trinchuda.

New York, Setiembre 25, 2005







EL OJO IZQUIERDO DE SAN MARTIN DE PORRES



Como cada domingo, el viejito de las rifas llegó al parque ante la algarabía del vecindario, en especial, la de los niños. Esta vez, traía un perrito pequinés para rifarlo.

-¡A sol, a sol el numerito! ¡Llévese por solo un sol a este hermoso perrito!- pregonaba el viejito, mientras grandes y chicos depositaban su dinero en un tarrito y cogían los papelitos doblados que estaban dentro de una cajita de cartón.

Entre la multitud, hallábase Walter, un niño al que nadie estimaba por ser abusivo, burlón y por creerse el millonario del barrio.

Al ver al perrito, se quedó maravillado. Juró que sería suyo. Estaba con su padre y le pidió que comprara diez numeritos para tener más posibilidades de ganar. El padre puso los diez soles en el tarrito, pero como el viejito era un hombre justo, se los devolvió.

-Un solo numerito por persona, señor- aclaró el viejito. Walter le lanzó una mirada llena de odio.

En pocos minutos todos los numeritos se vendieron. Entonces, el viejito metió su mano para coger una de las cincuenta pelotitas numeradas que estaban dentro de un sombrero de copa.

-¡Yo seré el ganador!- decían algunos.

-¡Mentira, yo ganaré al perrito!- decían otros.

El viejito cogió una pelotita y la alzٕó muy arriba.

-ٕ¡Y el numerito ganador es el............27!- gritó a todo pulmón, mostrando la pelotita a todos.

Un muchacho llamado Jorgito no paraba de saltar y de gritar que él había ganado al perrito pequinés. Era quizás, el chico más querido del barrio por su humildad, su sencillez y su buen corazón.

Walter, al borde del llanto, le suplicó a su padre que le ofreciera al viejito, todo el dinero que quisiera con tal de llevarse al animalito. El padre, obediente, se acercó a los oídos del viejito y le dijo en voz baja que le daba ¡cien soles! por el perrito. Pero el viejito, demostrando lealtad a sus acciones, rechazó la tentadora propuesta.

-No, señor, el perrito ya tiene dueño- dijo seriamente, y puso al animalito en los felices brazos de Jorgito.

Cuando éste regresaba contento a casa, rodeado de sus amigos, Walter se interpuso en su camino.

-Te doy cien soles por el perrito- le dijo Walter.

-No- dijo Jorgito, tratando de esquivarlo.

-Ciento cincuenta, entonces- insistió Walter, cerrándole el paso.

-Ni por un millón te lo doy- dijo Jorgito, muy resuelto.

Ofuscado por la cólera, Walter cogió los cabellos de Jorgito y dijo amenazante:

-Me lo vendes o te pego duro.

De inmediato intervino Alfonso, el canillita del vecindario, sacando la mano de Walter de la cabeza de Jorgito.

-Lo dejas en paz o será a ti a quien le van a pegar duro- dijo Alfonso, desafiante, juntando su nariz con la de Walter. Por unos segundos, ambos se trituraron con las miradas. Parecía que acabarían por trompearse, pero finalmente Walter se retiró, vociferando que tarde o temprano el perrito pequinés sería suyo.

Desde entonces, el travieso y cariñoso Lucerito (como así llamaron al perrito) se convirtió en el engreído de los muchachos y toda la felicidad de Jorgito.

Pero a las pocas semanas, los dulces días de regocijo se acabaron de pronto: Lucerito enfermó. No comía nada, apenas abría los ojos y daba unos quejidos que preocupaba a todos.

-Mamá, creo que a Lucerito le sucede algo malo- dijo el niño con los ojos húmedos, cargando a su perrito que empezó a temblar.

Rosita, su buena madre, con el poco dinero que había ahorrado, fue con él y su perrito hacia el centro de la ciudad a buscar a un veterinario.

El doctor , luego de examinar a Lucerito, explicó que el pobre animalito tenía un virus terrible y le dió a la madre una receta para que comprara urgentemente unos medicamentos.

Antes que Rosita saliera a la Farmacia, el veterinario le advirtió que los medicamentos costaban muy caros, que por lo menos costaría doscientos soles.

Ella sintió un hielo en sus huesos.

-¡Doscientos soles!- exclamó incrédula.

Le mostró a Jorgito los únicos treintidos soles que le quedaban y bajó la cabeza en silencio.

-No te preocupes mamá. Se lo regalaré a Walter para que lo salve. Su papá puede pagar ésa cantidad- dijo el niño y regresaron apresurados al barrio.

Los amigos de Jorgito, cuando lo vieron, de inmediato le alcanzaron los veinticinco soles que habían recolectado por todo el vecindario. Jorgito, preocupado, les agradeció, pero les dijo que no alcanzaría para comprar los medicamentos.

-Voy a la casa de Walter para regalárselo. El puede salvarlo con el dinero de su padre- dijo, secándose las lágrimas con el puño de su camisa, mientras Lucerito seguía quejándose.

-¡No, no, no hagas éso! ¡ No se lo regales! ¡Mejor apuéstaselo por el dinero que se necesita!- propuso acertadamente Serapio, el hijo del zapatero del barrio.

-¿A qué jugarán?- preguntó uno de los niños.

-¡A las bolitas!¡Quizás le puedas ganar!- dijo muy optimista Serapio a Jorgito.

-¡Oh, no! A ése bribón nadie le gana en las bolitas- comentó Manolo, un experto en hacer cometas.

-Pero alguna vez puede perder- dijo Marito, el mejor futbolista del vecindario.

Jorgito, abrió los ojazos llenos de esperanza y alcanzó a esbozar una sonrisa. Le pareció buena la idea y de inmediato todos corrieron a la casa de Walter. Tocaron la puerta y salió el niño malo. Jorgito le contó toda la verdad: Que Lucerito se estaba muriendo. Que se necesitaba muchísimo dinero para salvarlo. Que se lo apostaba jugando a las bolitas.

-Si me ganas, compras los medicamentos que lo sanarán y será tuyo para siempre. Y si yo gano, me pagas doscientos soles- dijo finalmente.

-Por supuesto que ganaré y será mío- dijo burlándose Walter. Metió a su bolsillo los doscientos soles que le entregó su padre y fue con Jorgito y los demás muchachos hacia una pampa cercana a una acequia.

Entonces, Alfonso, el canillita, hizo de juez. Tenía en su poder a los dos premios: el dinero de Walter y a Lucerito enfermo en sus brazos.

Se llegó a un acuerdo: el primero que hiciera diez puntos sería el ganador.

Con mucha espectativa, el juego se inició en medio de un calor agobiante.

Ambos lanzaron sus bolitas hacia el hoyo. La de Walter entró pero la de Jorgito no, quedando a pocos centímetros. Walter dió un golpe magistral a su bolita verde y la estrelló contra la de su rival: 1-0 a favor del niño malo. Luego, repitiendo la misma fórmula, Walter no tardó en ponerse adelante por 5 - 0. Los muchachos, que hacían barra por Jorgito, guardaron silencio.

Jorgito no se dió por vencido. Desde casi cinco metros de distancia, hizo estrellar su bolita azúl a la del enemigo:¡Primer punto!. Todos celebraron. Pero la alegría duró poco. Walter volvió a la carga e hizo rápidamente tres puntos más: 8 -1. Jorgito miró con pena a su bolita que le estaba fallando.

-¡Vamos Jorgito, no te rindas!- dijeron algunos niños.

-¡Animo! ¡Lucha hasta el final!- dijeron otros.

De pronto, pidiendo permiso a Walter por unos pocos minutos, Jorgito corrió hacia la iglesia del barrio.

Se arrodilló ante la estatua de San Martín de Porres y puso sus bolita en el suelo.

-San Martincito....-murmuró el niño y cerró los ojos para rezarle y rogarle que bendiga a su bolita para que gane.

Luego, la metió en el bolsillo y retornó al campo de batalla. Walter lanzó la suya y quedó a poca distancia del hoyo. Cuando Jorgito sacó su bolita y la iba a lanzar se sorprendió que no era su bolita azúl sino una bolita negra que nunca la vió. Rebuscó en todos los bolsillos de su pantalón y no halló la bolita azúl. ¿De dónde salió esta bolita negra?, se dijo, pero no había tiempo para más preguntas. Lanzó su nueva bolita y entró al hoyo. Calculó un ratito, dió un golpecito y la estrelló: 8 - 2. Nuevamente todos celebraron. Walter hizo un gesto de desprecio, como diciendo que aquello no lo asustaba.

Un silencio penoso se apoderó de la pampa cuando el niño malo hizo un punto más: 9 - 2. Ahora, estaba a un punto de llevarse a Lucerito. ¡A un punto nomás!

Los niños se miraron las caras tensas. Walter se mofó de Jorgito y de sus amigos con una carcajada interminable.

Ambos lanzaron sus bolitas a la vez y la de Jorgito quedó más cerca del hoyo. El, luego que la metió, lanzó un certero disparo que chocó a la bolita rival. Punto para Jorgito: 9 - 3. Apenas hubo uno que otro aplauso pálido. La mayoría no creía en una recuperación de Jorgito, pero alguien que no perdía la fe, dijo:

-¡Fuerza, Jorgito, aún la guerra no está perdida!

Los siguientes dos puntos fueron para Jorgito. 9 -5. Las esperanzas renacían. Se escucharon más aplausos.

Jorgito empezaba a jugar con una maestría desconocida en él porque pronto se puso 9-6. Un minuto después a 9-7 y casi al instante a 9-8. Los niños resucitados por la increíble reacción de Jorgito, no se cansaban de alentarlo:

-¡Eso, Jorgito! ¡Vamos, Jorgito! ¡Voltéale el juego! ¡Dos puntitos más!
Un rato después, la pampa se alborotó cuando Jorgito logró empatar. ¡9-9!

-¡Bravo! ¡Hurra!- gritaban casi afónicos los muchachos.

Walter no lo podía creer. De 9 -2, estando a un punto de ganar, y ahora ¡9 -9!. No lo podía creer. ¿Qué tenía ésa bolita negra de Jorgito?

Ahora, ambos estaban a un punto de la victoria.

Antes que lanzaran sus bolitas hacia el hoyo, Jorgito alzó la suya hacia el cielo, hablándole en silencio a San Martincito de Porres.

Entonces, las tiraron y la bolita verde de Walter entró al hoyo. La de Jorgito quedó al borde.

-¡Oh, no!- exclamaron en coro los niños con las miradas preocupadas.

Walter sonrió. Tenía toda la ventaja de ganar.

Jorgito cerró los ojos para no presenciar la desdicha de su derrota. Escuchó los pasos apresurados de Walter acercándose al hoyo. Imaginó al niño malo, sonriente, apuntando contra su bolita negra. Oyó el golpecito que dió la uña de Walter a la bolita verde y escuchó los gritos eufóricos de sus amigos.

-¡Falló! ¡Falló! ¡Falló!- gritaban todos.

Jorgito suspiró de alivio y sonrió.

Walter, otra vez, no lo podía creer. La puntería le había fallado increíblemente.

De inmediato, Jorgito dio un golpecito y entró su bolita en el hoyo. Como la bolita de Walter estaba alejada, no quiso arriesgar y puso su bolita negra a un costado del hoyo.

Walter tampoco quiso arriesgar. Igual, hizo a un lado a su bolita.

Entonces, Jorgito apuntó contra la bolita enemiga, ante sorpresa de sus amigos.

-¡No Jorgito, está muy lejos!- le advirtieron todos sus amigos.

Pero Jorgito estaba decidido. Además, no había tiempo que perder: Lucerito seguía empeorando.

La bolita rival estaba como a ocho metros.

Jorgito, luego de calcular un rato, abrió bien los ojos y entonces, pegó a su bolita con la más inmensa ilusión como nunca lo había hecho jamás.

La bolita negra, fiel a los deseos de su amo, se encaminó en un viaje feliz. Cruzó tres, cuatro, cinco metros, indetenible, radiante, triunfal. Continuó cruzando seis, siete metros, y a escasos centímetros de chocar contra la bolita azúl, la bolita negra alcanzó a sonreir. Derribó al enemigo. Una algarabía tremenda se desató en la pampa.
¡Jorgito! ¡Jorgito! ¡Jorgito!- gritaban enloquecidos los muchachos, todo el mundo llorando de tan inmensa felicidad, abrazándose con el heroico Jorgito y dando gritos de júbilo. En cambio, Walter, furioso por lo sucedido, cabizbajo y derrotado, abandonó el campo de batalla.

Luego, antes de ir a la ciudad para comprar los medicamentos, Jorgito con Lucerito en sus brazos y con todos sus buenos amigos, fueron a la iglesia para agradecer a San Martín de Porres.

Todos se arrodillaron ante la estatua y cuando levantaron sus miradas para verlo, se quedaron boquiabiertos porque al santo moreno le faltaba el iris del ojo izquierdo.

Jorgito, al comprender lo sucedido, se emocionó tanto que se le escaparon algunas lágrimas. Sacó la milagrosa bolita negra de su bolsillo y con ayuda de sus compañeros que lo alzaron hasta el rostro de la estatua, la colocó en el ojo.

-Recémos, y agradezcámosle por haberme prestado el iris de su ojo izquierdo para ganar el juego- dijo Jorgito, persignándose.

En todo el ámbito de la iglesia, se oyó el cándido rumor de un rezo tierno:

-San Martincito de Porres, humilde santo limeño.............
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(A MI TIO JORGE CHUQUICHAICO BELLEZA)



New York, la madrugada del
13 de Marzo del 2005
DOS CARTAS PARA EL SEÑOR SOL


Andrés, con gran tristeza, veía a su buen padre cortando la caña bajo el sol infernal de la aldea. Cómo sudaba el pobre y cómo lo azotaba el capataz cuando se arrastraba a protejerse bajo las sombras de algún árbol.

Un día, llorando, Andrés tomó un papel y un lápiz, y le escribió al sol.

“Señor Sol:

Le ruego por favor que cuando mi papá esté trabajando, no mande sus rayos hacia él. Sufre mucho. Suda harto y se cansa demasiado. Y cuando él busca a las sombras para protejerse, el malo del capataz le pega duro. Eso nomás le pido, no lo queme a mi papá. Gracias, señor Sol por leerme. Adiós”

Sonriente, Andrés entregó la carta a una mariposa para que le entregara al sol. La mariposa voló apresurada pero nunca más volvió.

Pasaron los días y todo seguía igual. Los rayos del sol seguían lastimando a su padre. Andrés pensó que quizás la mariposa se perdió y no pudo alcanzar la carta al sol.
Hasta que un día ya no pudo más su papá y murió arrastrándose hacia una sombra.


Lloroso y terriblemente triste, Andrés volvió a escribir una carta al sol:

“Señor Sol:

Hace tiempo le mandé una carta con una mariposa. Pero seguro que ella se perdió y usted no pudo leerla. Yo le pedía a usted que por favor no mande sus rayos a mi papá, porque él sufría mucho. Usted hubiera visto cómo sudaba y cómo se arrastraba con la lengua afuera buscando desesperado una sombra entre los cañaverales.
Mi papá murió ayer. Y es que los rayos de usted queman demasiado. Yo le escribo ahora para pedirle por favor que deje de quemar a las personas buenas como mi papá. El trabajaba duro para darme de comer.
Eso nomás le pido, señor Sol, gracias. Adiós”

Un cuervo, que era su amigo, voló de inmediato con la carta y por la noche volvió sonriente de cumplir su misión.

Desde el día siguiente, nunca más volvió a salir el sol en la aldea de Andrés.




Agosto, 17, 2005.

Saturday, December 10, 2005

LOS COLORES DE KER

Al llegar la medianoche, suena alegre la trompeta despertadora en el castillo de los colores.

-¡A levantarse mis muchachos!— ordena el color amarillo, el jefe de todos.

De inmediato, los colores abandonan sus camas y se dan un duchazo. Ellos son como pequeños globos de un metro de altura y largos brazos y piernas.

Pronto, saldrán a trabajar con sus baldes de pinturas y sus gruesas brochas. Pero antes, se divierten un rato: bailando valses, jugando al tenis de mesa, saltando la soga y si hay tiempecito, alguna partida de ajedrez.
Luego, hacen fila frente a la puerta del castillo, listos para salir a pintar a todos los seres y cosas de aquel pueblito llamado Ker. Como es comprensible, todo lo que existe en Ker queda desgastado o descoloreado con el trajín del día y es necesario que los colores les den una retocada para que queden como nuevos.

-¡A trabajar!!—sentencia finalmente el color amarillo, poco antes de la una de la madrugada.

Entonces, mientras todo el mundo duerme en Ker, las puertas del castillo se abren y salen el color rojo con su pintura roja, el azúl con su pintura azúl, y así, el resto de colores con sus respectivas pinturas, listos para pintar a los carros, a los jardines, a las pieles humanas, a la ropa, a las paredes, a los perros, a las alfombras, a los zapatos, a los relojes, a las radios, a los ojos, a las camas, a los semáforos, los puentes, a los televisores, a los jabones, a los aviones, a los ríos, a las montañas, a los árboles, a los cabellos, a los pájaros, al suelo, al fuego, a los platos, a la nieve, a las pelotas, a las hormigas, en fin, a todo lo que encuentrenen el camino.
Felices los colores, porque todo en Ker es armonía y paz. Y además, porque todos los seres y cosas los quieren y respetan.

-¡Qué fea me vería si usted no me pintara!—agradecía siempre una rosa al color rojo.

Cumplida la tarea, cuando ya todo el mundo empieza a levantarse al amanecer, las puertas del castillo se abren y reciben a los colores que regresan marchando y silbando sus melodías preferidas. Comen con mucho apetito una sopa calientita en el comedor, se dan un duchazo y se meten a sus camas a dormir pacíficamente hasta la medianoche siguiente.

Pero un día se enteraron que en un pueblito lejano llamado Ris había un gran problema. Allí también tenían sus colores que pintaban a los seres y a las cosas. Y el asunto era que el color verde de Ris había desaparecido, sin que nadie sepa de él.
Todos sospechaban de un hombre que una semana antes quiso contratar a un muchacho para que cada mañana cubriera con pintura anaranjada, las cosas que estuvieran pintadas de verde.
-El se desanimó cuando yo le dije lo que le cobraría. Le pareció caro. Está clarísimo, él no quiere al color verde. Estoy seguro que él lo eliminó o lo tiene escondido- confesó el muchacho a la autoridades. Minutos después, la Policía de Ris buscó por todos los rincones de la casa del hombre sospechoso, pero no hallaron al color verde. El hombre mentía protestando que era inocente. Como la policía no halló pruebas contra él, no pudieron apresarlo.
Al enterarse de lo que sucedía en Ris, los colores de Ker acordaron enviar a su color verde hacia allá. Debía solucionar rápido el problema en ese pueblito y volver a tiempo a Ker para cumplir con su trabajo diario.

El color verde de Ker, apresurado, tomó un avión a las diez de la noche y en una hora llegó a Ris.
En el aeropuerto fue recibido con gran esperanza por los colores de aquel pueblito .
Sin perder tiempo, lo llevaron a la Policía donde él explicó un plan de acción que fue aprobado unánimemente y fueron a la casa del hombre sospechoso que dormía desde antes de medianoche.

Entonces, el color verde de Ker entró sigilosamente por las ventanas con su balde de pintura y su gruesa brocha, mientras afuera, la Policía y los colores esperaban impacientes. El color verde avanzó de puntillas al dormitorio y abrió la puerta sin hacer ruido. Se acercó al hombre y le pintó toda la piel con pintura verde, sin despertarlo. Luego, antes de esconderse detrás de un mueble, arrojó con fuerza una botella de vidrio para romperla contra una pared y despertarlo.
El hombre se levantó alarmado y se horrorizó al ver sus brazos... ¡verdes!. Fue al espejo y casi se desmaya de ver su cara... ¡verde!.
-¡Bandido... ¿cómo pudo salir de allí?!- vociferó irritado, creyendo que el color verde de Ris se había escapado de su prisión. Corriendo, abandonó el dormitorio y empezó a bajar hacia un sótano.
El color verde de Ker hizo ingresar a la Policía y a los colores para seguir los pasos del hombre.
El se arrodilló en una esquina del sótano y levantó una tapa que la policía no pudo descubrir horas antes.
-¡¿Quéeeeee?! ¡Sigues aquí! Entonces... ¡¿quién me pintó?!- chilló sorprendido cuando vio al color verde secuestrado, aún sentado en un hueco, con su boquita tapada con una venda y las manos atadas con un retazo de tela.
Por último, el hombre sintió las manos de la policía en sus hombros y lo arrestaron. Y al fin, liberaron al emocionado color verde de Ris.

Los colores y el pueblo de Ris celebraron la victoria con gran euforia. Ambos colores verdes, el de Ker y el de Ris, se abrazaron largamente.

Solucionado el problema, el color verde de Ker fue volando al aeropuerto de Ris. Todos lo despidieron como a un héroe.

Poco antes de la una de la madrugada, el color verde llegó a tiempo a Ker.
Con sus amigos, aún pudo hacer bailar su trompo en la palma de su mano.

Al rato, se abrieron las puertas del castillo y salieron marchando y silbando sus melodías preferidas por las calles oscuras.

Son los colores humildes y solidarios que, con sus baldes de pinturas y sus gruesas brochas, pintan y embellecen cada día , al armonioso pueblito de Ker.




Agosto, 19, 2005