Sunday, February 05, 2006

ADOLFITO, SU CABALLO Y SU RELOJ



Adolfito tiene prisa. Quiere ser adulto como su tío Honorio. Adolfito quiere ver las películas que ve su tío, pero no lo dejan ingresar al cine por ser aún menor.

-Cuando seas grande la verás, muchacho. Es una película para grandes, no para niños. Quizás te puedas asustar si la ves- le dijo el boletero, a pesar que Adolfito le propuso pagarle el doble.

Y es que los fines de semana el tío viene del cine a casa tan contento, que el muchacho se muere de la curiosidad por ver ésas películas.

-No te las puedo contar. Ten paciencia, ya las verás cuando seas mayor, sobrino- le decía su tío, a pesar que Adolfito le había rogado tanto para que le cuente.

Tan apurado estaba por crecer, que un día se le ocurrió una idea. Cogió el pequeño reloj que colgaba en la pared de su cuarto y fue en busca de Centella, el caballo pardo que le regaló su tío cuando cumplió 10 años, tres meses atrás. Ya estaba harto de tantos “cuando seas grande” que resolvió ser grande una vez por todas.

Adolfito se subió en el lomo de Centella y lo echó a correr por una pista interminable. Creía que sólo así las manijas del reloj andarían más aprisa y que el tiempo transcurriría más rápido. El caballo corrió un día completo. Y al amanecer del día siguiente, al fin llegó al pie de una montaña.

Entonces, Adolfito bajó del caballo, se miró en un espejito y sonrió: era un hombre ya, un señor con una tremenda barba.

Muy contento, dejó al caballo y a su reloj y regresó a su pueblo después de una semana de larga caminata. Lo primero que hizo (como era de esperarse) fue ir defrente al cine. El boletero ni lo reconoció porque Adolfote (ya no Adolfito) era más viejo que él.

“El rugir de los cañones” se llamaba la película. Era la historia de una guerra. ¡Y qué guerra!, porque desde un principio Adolfote se asustó al ver como decenas de aviones dejaban caer sus bombas sobre una ciudad indefensa. Adolfote se tapó los ojos para ya no ver llorar a las mujeres y niños de esa ciudad bombardeada. Y se asustó más cuando decenas de cañones furiosos hacian fuego contra esos aviones malos. Adolfote se escondió detrás de su asiento y se tapó las orejas para no escuchar los ensordecedores cañonazos. ¡Cómo rugía la sala del cine! Como si los cañones estuvieran allí mismo. No soportó más y salió del cine corriendo.

Extrañó su niñez, se arrepintió de ser ahora ya grande, desilusionado de saber cómo les gustaba a los hombres hacer la guerra y espantado de cuánto se sufre en ella.

Adolfote, fue a la montaña en busca del caballo y el reloj. Los encontró dormidos, los despertó con una sonrisa y emprendió con ellos el regreso a casa. Pero esta vez ordenó al caballo a caminar no hacia adelante sino hacia atrás, para retroceder el tiempo. Al amanecer del día siguiente llegaron a casa.

Adolfote bajó del caballo, se miró en el espejito y sonrió: era Adolfito otra vez, con su carita de niño travieso.

En casa, el tío preparaba el desayuno, contentísimo, comentándole a Adolfito lo mucho que se deleitó de ver varias ¡peliculazas! durante el fin de semana. Y hasta, ¡oh, milagro!, hasta quiso contarle cómo eran las películas , pero Adolfito se lo impidió.

-No me las cuentes que ya las ví. Y son horribles- dijo seriamente Adolfito, ante el asombro de su tío.

Adolfito ya no tiene prisa. Ya no quiere ser grande como su tío Honorio. Salió a la calle dando vivas a la niñez. Con más alegría que nunca bailó su trompo y voló su cometa. Quiría disfrutar al máximo su inocente y feliz vida de niño.

Desde entonces, pasaron muchos años. El tío Honorio se ha vuelto casi anciano y los amigos de Adolfito se han convertido en señores con algunas canas en los cabellos.

¿Y Adolfito? ¿Qué pasó con él? Pues, simplemente que Adolfito nunca envejecía. Y a nadie contó su secreto.
Al principio, el tío Honorio y sus amigos se asustaron, no se explicaban lo que le sucedía. Para que no sospecharan de su secreto, Adolfito se dejó llevar a los mejores médicos y a los mejores brujos, pero ni ellos ni los otros tampoco pudieron explicar ni solucionar nada. Con el tiempo se fueron acostumbrando a verlo siempre niño.

Para Adolfito era una bendición no llegar nunca a ser un hombre. Todas las veces que ya estaba a punto de ser un joven adolescente, con el reloj se subía en el caballo y Centella caminaba hacia atrás, como ya sabemos, rumbo a un lago. Entonces, al cabo de algunas horas, el Adolfito de 14 años volvía a ser el Adolfito de 10.

Los años pasan y pasan, pero Adolfito sigue bailando nuevos trompos y volando nuevas cometas.

El tío Honorio, que ya está muy pero muy viejito, sale con su bastón todas las tardes para verlo jugar. No puede evitar sonreir. Le parece increíble que los nietos de los amigos de Adolfito, ahora jueguen con él.

Adolfito eterno: nunca hombre, nunca guerra, siempre paz; nunca bombas, nunca llanto, siempre canto; nunca heridas, nunca cañón, siempre noble corazón; Adolfito nunca adultez, siempre niñez, carita pecosa, sonrisa inocente, siempre juegos y juegos.



New York, Febrero 5, 2006