Wednesday, June 03, 2009

LOS LADRONES DEL REY FUNARO



Para dos cosas era muy bueno el rey Funaro: para disparar flechas con su ballesta y para bailar valses. Pero, ¿saben qué era lo malo de él?, pues que era el rey más perverso que jamás se conoció en el reino de Puzania.
Poseía una enorme fortuna gracias al trabajo de sus siervos, quienes sembraban infinidad de verduras y frutas que se vendía a reinos vecinos. Sin embargo, no era generoso con el sudor de ellos, por el contrario, los tenía en la más espantosa miseria.
Cada mañana, el rey tenía la manía de arrojarse como un niño sobre su cerro de monedas y joyas que guardaba en un sótano, al que bajaba por una escalerilla desde su dormitorio.
-Soy el más rico de todos los reyes- decía feliz, acariciando a su riqueza.
Pero un día comprobó que el cerro, (que era de su tamaño), se redujo casi a la altura de sus hombros.
-¡Ladrones! ¡Alguien me ha robado!- gritó colérico y fue a castigar a los dos guardias que custodiaban la entrada de su dormitorio. Por más que los pobres guardias juraron que nadie ingresó allí, el rey no les creyó y los azotó terriblemente creyendo que se habían descuidado.
Al día siguiente puso cuatro nuevos guardias.
Como cada tarde, fue al campo a practicar con su ballesta. Con su puntería envidiable, mató varios loros y venados a cien metros de distancia.
Luego fue a la casa de un siervo violinista, para que tocara en su Palacio. Se sorprendió de que las paredes de la casa del violinista ya no eran de lata vieja sino de madera nueva y gruesa. Y la sorpresa fue mayor cuando notó que el resto de las casas de sus siervos también tenían esa misma renovación. Y se quedó boquiabierto cuando vio que ellos ya no vestían harapos sino ropa moderna y nueva.
-Aquí huele a gato encerrado- pensó, sospechando que el progreso de sus siervos, tenía que ver con el robo de su fortuna.
Pero al día siguiente casi se muere de la ira cuando vio que su cerro de monedas y joyas estaba más chico aún, casi a la altura de su ombligo.
-¡Ineptos, dejaron que me roben otra vez!- les gritó irritado a sus cuatro guardias y los azotó con más furia que a los anteriores.
Quiso ir al campo a advertir a sus siervos que si descubría que eran ellos los que le estaban robando, recibirían el peor de los castigos. Pero prefirió quedarse en Palacio por temor a que volviera el ladrón o los ladrones a ingresar al sótano.
Entonces, decidió ya no poner más guardias al ingreso de su dormitorio, porque pensaba que todos eran una sarta de villanos.
Antes de dormir, aseguró la puerta con dos barrotes de hierro y cuatro candados enormes. Su dormitorio carecía de ventanas, ante el temor que sus enemigos ingresaran por ellas y lo lastimaran.
-Aquí no entra ni un fantasma- dijo muy seguro, antes de echarse a dormir a medianoche.
Poco después, soñaba que su cerro de monedas y joyas llegaba hasta los mismos cielos.
Al amanecer, apenas se levantó, bajó al sótano para asegurarse que todo estaba en orden.
-¡No puede seeeeeerrrrrrr!- gritó enloquecido, jalándose los cabellos, cuando vio que su fortuna se había reducido más, casi a la altura de sus rodillas. Subió a su habitación y chequeó por todos lados. Por un rato observó el pequeño forado que hizo en uno de los rincones, al ras del suelo, para que entrara un poco de aire desde los jardínes.
-¿Acaso se metería el ladrón por ese hueco?”, se preguntó meditabundo.
-Baaah, qué tonto soy. Por allí con las justas entra una rata- dijo, luego de pensarlo bien, y dejó de atormentarse con el hueco.
Se convenció de que ésto era un asunto de brujería. Pensó que seguro algún envidioso rey vecino, se valía de algún brujo para robarle sus riquezas.
Entonces, hizo traer a la hechicera más famosa del reino para contraatacar al enemigo.
-Decídme, quién o quienes me están hurtando mis monedas y joyas y te recompensaré con el más valioso de mis diamantes- dijo, mientras mostraba la joya en las narices de la hechicera.
Ella puso un vaso sobre una mesa del comedor y lo llenó con su agua mágica. Por unos instantes contempló el líquido, para luego decirle al Rey:
-No puedo ver sus rostros, pero sé que son algo tuyo, de tu propia sangre. Quizás sean tus familiares.
-Pero es imposible que ingresen por ese hueco. Además, que yo sepa, no conozco ningún familiar- dijo el rey, perdiendo la paciencia.
- Solo sé que ellos son muy cercanos a ti- añadió la hechicera.
Luego de dar vueltas y vueltas por el comedor, finalmente el rey le ordenó:
-Atrapa a los rufianes y castígalos con el peor de tus hechizos, así sean mis familiares. Además del diamante, te regalaré cinco rubíes y diez brillantes.
La hechicera al ver las joyas sobre la mesa, sonrió dichosa.
-Los atraparé y los encerraré el La Celda de los Lamentos por cien años.
-¡Así sea!- dijo el rey Funaro, brindando ambos con sus vasos de cerveza.
Esa misma noche, la hechicera esperaba a los ladrones sentada sobre el cerrito de monedas y joyas.
Entonces, cuando vio a los ladrones bajar por la escalerilla, casi se desmaya de la impresión. Se tapó la boca para no gritar del espanto que le embargaba.
Los ladrones, haciendo a un lado a la hechicera, llenaron sus bolsas con las monedas y joyas y se las llevaron. La hechicera, curiosa, los persiguió por la escalerilla. El rey roncaba profundamente dormido. Los ladrones, cuidándose de no despertar al rey, sin hacer ruido vaciaron las monedas y joyas en la boca del pequeño hueco y las empujaron poco a poco, hasta sacarlas a los jardínes.
Volvieron a meter las monedas y joyas en sus bolsas y las llevaron rumbo al campo, donde los esperaban los siervos con alegría. Se las daban a ellos, para que construyan mejores casas, para que vistieran ropa digna, para que se alimentaran bien, en fin, para que disfrutaran una mejor vida.
-Esta riqueza es de esta misma gente que la generó, la que el rey les roba descaradamente- reflexionó la hechicera.
Y como tenía que cumplir con lo prometido, cerró los ojos para concentrarse e hizo volar a los ladrones por los cielos de la madrugada. Los mandó a La celda de los Lamentos.
Al amanecer, la hechicera ingresó al dormitorio del rey Funaro y lo despertó.
-Misión cumplida- dijo ella.
El rey quiso pararse, pero se horrorizó al no encontrar sus pies, ni tampoco sus manos. Entonces, dio un grito de terror tan descomunal que hasta sus mismos siervos lo escucharon a lo lejos y lloró inconsolablemente.
-¡¿Qué ha pasado, dónde están mis manos y mis pies!?- repetía balbuceando.
-Ellos eran los que te robaban y yo cumplí con tu deseo de castigarlos con el peor de mis hechizos. Fue usted muy injusto, rey Funaro, ¡qué se le va a hacer!- comentó con sinceridad la hechicera, quien nunca olvidaría la imágen de los pies que caminaban presurosos, llevando encima a las manos que sujetaban las bolsas con la riqueza.
Ya que el rey no podía levantarse para entregárselas, la misma hechicera fue al comedor a recoger las joyas de la recompensa.
Ahí mismo, el rey Funaro se murió de la pena, no tanto por la pérdida de sus propios ladrones, sino de saber que nunca más usaría su ballesta a falta de manos, ni bailaría los valses a falta de pies, durante cien años.

The Bronx, Junio 3, 2009