EL OJO IZQUIERDO DE SAN MARTIN DE PORRES
Como cada domingo, el viejito de las rifas llegó al parque ante la algarabía del vecindario, en especial, la de los niños. Esta vez, traía un perrito pequinés para rifarlo.
-¡A sol, a sol el numerito! ¡Llévese por solo un sol a este hermoso perrito!- pregonaba el viejito, mientras grandes y chicos depositaban su dinero en un tarrito y cogían los papelitos doblados que estaban dentro de una cajita de cartón.
Entre la multitud, hallábase Walter, un niño al que nadie estimaba por ser abusivo, burlón y por creerse el millonario del barrio.
Al ver al perrito, se quedó maravillado. Juró que sería suyo. Estaba con su padre y le pidió que comprara diez numeritos para tener más posibilidades de ganar. El padre puso los diez soles en el tarrito, pero como el viejito era un hombre justo, se los devolvió.
-Un solo numerito por persona, señor- aclaró el viejito. Walter le lanzó una mirada llena de odio.
En pocos minutos todos los numeritos se vendieron. Entonces, el viejito metió su mano para coger una de las cincuenta pelotitas numeradas que estaban dentro de un sombrero de copa.
-¡Yo seré el ganador!- decían algunos.
-¡Mentira, yo ganaré al perrito!- decían otros.
El viejito cogió una pelotita y la alzٕó muy arriba.
-ٕ¡Y el numerito ganador es el............27!- gritó a todo pulmón, mostrando la pelotita a todos.
Un muchacho llamado Jorgito no paraba de saltar y de gritar que él había ganado al perrito pequinés. Era quizás, el chico más querido del barrio por su humildad, su sencillez y su buen corazón.
Walter, al borde del llanto, le suplicó a su padre que le ofreciera al viejito, todo el dinero que quisiera con tal de llevarse al animalito. El padre, obediente, se acercó a los oídos del viejito y le dijo en voz baja que le daba ¡cien soles! por el perrito. Pero el viejito, demostrando lealtad a sus acciones, rechazó la tentadora propuesta.
-No, señor, el perrito ya tiene dueño- dijo seriamente, y puso al animalito en los felices brazos de Jorgito.
Cuando éste regresaba contento a casa, rodeado de sus amigos, Walter se interpuso en su camino.
-Te doy cien soles por el perrito- le dijo Walter.
-No- dijo Jorgito, tratando de esquivarlo.
-Ciento cincuenta, entonces- insistió Walter, cerrándole el paso.
-Ni por un millón te lo doy- dijo Jorgito, muy resuelto.
Ofuscado por la cólera, Walter cogió los cabellos de Jorgito y dijo amenazante:
-Me lo vendes o te pego duro.
De inmediato intervino Alfonso, el canillita del vecindario, sacando la mano de Walter de la cabeza de Jorgito.
-Lo dejas en paz o será a ti a quien le van a pegar duro- dijo Alfonso, desafiante, juntando su nariz con la de Walter. Por unos segundos, ambos se trituraron con las miradas. Parecía que acabarían por trompearse, pero finalmente Walter se retiró, vociferando que tarde o temprano el perrito pequinés sería suyo.
Desde entonces, el travieso y cariñoso Lucerito (como así llamaron al perrito) se convirtió en el engreído de los muchachos y toda la felicidad de Jorgito.
Pero a las pocas semanas, los dulces días de regocijo se acabaron de pronto: Lucerito enfermó. No comía nada, apenas abría los ojos y daba unos quejidos que preocupaba a todos.
-Mamá, creo que a Lucerito le sucede algo malo- dijo el niño con los ojos húmedos, cargando a su perrito que empezó a temblar.
Rosita, su buena madre, con el poco dinero que había ahorrado, fue con él y su perrito hacia el centro de la ciudad a buscar a un veterinario.
El doctor , luego de examinar a Lucerito, explicó que el pobre animalito tenía un virus terrible y le dió a la madre una receta para que comprara urgentemente unos medicamentos.
Antes que Rosita saliera a la Farmacia, el veterinario le advirtió que los medicamentos costaban muy caros, que por lo menos costaría doscientos soles.
Ella sintió un hielo en sus huesos.
-¡Doscientos soles!- exclamó incrédula.
Le mostró a Jorgito los únicos treintidos soles que le quedaban y bajó la cabeza en silencio.
-No te preocupes mamá. Se lo regalaré a Walter para que lo salve. Su papá puede pagar ésa cantidad- dijo el niño y regresaron apresurados al barrio.
Los amigos de Jorgito, cuando lo vieron, de inmediato le alcanzaron los veinticinco soles que habían recolectado por todo el vecindario. Jorgito, preocupado, les agradeció, pero les dijo que no alcanzaría para comprar los medicamentos.
-Voy a la casa de Walter para regalárselo. El puede salvarlo con el dinero de su padre- dijo, secándose las lágrimas con el puño de su camisa, mientras Lucerito seguía quejándose.
-¡No, no, no hagas éso! ¡ No se lo regales! ¡Mejor apuéstaselo por el dinero que se necesita!- propuso acertadamente Serapio, el hijo del zapatero del barrio.
-¿A qué jugarán?- preguntó uno de los niños.
-¡A las bolitas!¡Quizás le puedas ganar!- dijo muy optimista Serapio a Jorgito.
-¡Oh, no! A ése bribón nadie le gana en las bolitas- comentó Manolo, un experto en hacer cometas.
-Pero alguna vez puede perder- dijo Marito, el mejor futbolista del vecindario.
Jorgito, abrió los ojazos llenos de esperanza y alcanzó a esbozar una sonrisa. Le pareció buena la idea y de inmediato todos corrieron a la casa de Walter. Tocaron la puerta y salió el niño malo. Jorgito le contó toda la verdad: Que Lucerito se estaba muriendo. Que se necesitaba muchísimo dinero para salvarlo. Que se lo apostaba jugando a las bolitas.
-Si me ganas, compras los medicamentos que lo sanarán y será tuyo para siempre. Y si yo gano, me pagas doscientos soles- dijo finalmente.
-Por supuesto que ganaré y será mío- dijo burlándose Walter. Metió a su bolsillo los doscientos soles que le entregó su padre y fue con Jorgito y los demás muchachos hacia una pampa cercana a una acequia.
Entonces, Alfonso, el canillita, hizo de juez. Tenía en su poder a los dos premios: el dinero de Walter y a Lucerito enfermo en sus brazos.
Se llegó a un acuerdo: el primero que hiciera diez puntos sería el ganador.
Con mucha espectativa, el juego se inició en medio de un calor agobiante.
Ambos lanzaron sus bolitas hacia el hoyo. La de Walter entró pero la de Jorgito no, quedando a pocos centímetros. Walter dió un golpe magistral a su bolita verde y la estrelló contra la de su rival: 1-0 a favor del niño malo. Luego, repitiendo la misma fórmula, Walter no tardó en ponerse adelante por 5 - 0. Los muchachos, que hacían barra por Jorgito, guardaron silencio.
Jorgito no se dió por vencido. Desde casi cinco metros de distancia, hizo estrellar su bolita azúl a la del enemigo:¡Primer punto!. Todos celebraron. Pero la alegría duró poco. Walter volvió a la carga e hizo rápidamente tres puntos más: 8 -1. Jorgito miró con pena a su bolita que le estaba fallando.
-¡Vamos Jorgito, no te rindas!- dijeron algunos niños.
-¡Animo! ¡Lucha hasta el final!- dijeron otros.
De pronto, pidiendo permiso a Walter por unos pocos minutos, Jorgito corrió hacia la iglesia del barrio.
Se arrodilló ante la estatua de San Martín de Porres y puso sus bolita en el suelo.
-San Martincito....-murmuró el niño y cerró los ojos para rezarle y rogarle que bendiga a su bolita para que gane.
Luego, la metió en el bolsillo y retornó al campo de batalla. Walter lanzó la suya y quedó a poca distancia del hoyo. Cuando Jorgito sacó su bolita y la iba a lanzar se sorprendió que no era su bolita azúl sino una bolita negra que nunca la vió. Rebuscó en todos los bolsillos de su pantalón y no halló la bolita azúl. ¿De dónde salió esta bolita negra?, se dijo, pero no había tiempo para más preguntas. Lanzó su nueva bolita y entró al hoyo. Calculó un ratito, dió un golpecito y la estrelló: 8 - 2. Nuevamente todos celebraron. Walter hizo un gesto de desprecio, como diciendo que aquello no lo asustaba.
Un silencio penoso se apoderó de la pampa cuando el niño malo hizo un punto más: 9 - 2. Ahora, estaba a un punto de llevarse a Lucerito. ¡A un punto nomás!
Los niños se miraron las caras tensas. Walter se mofó de Jorgito y de sus amigos con una carcajada interminable.
Ambos lanzaron sus bolitas a la vez y la de Jorgito quedó más cerca del hoyo. El, luego que la metió, lanzó un certero disparo que chocó a la bolita rival. Punto para Jorgito: 9 - 3. Apenas hubo uno que otro aplauso pálido. La mayoría no creía en una recuperación de Jorgito, pero alguien que no perdía la fe, dijo:
-¡Fuerza, Jorgito, aún la guerra no está perdida!
Los siguientes dos puntos fueron para Jorgito. 9 -5. Las esperanzas renacían. Se escucharon más aplausos.
Jorgito empezaba a jugar con una maestría desconocida en él porque pronto se puso 9-6. Un minuto después a 9-7 y casi al instante a 9-8. Los niños resucitados por la increíble reacción de Jorgito, no se cansaban de alentarlo:
-¡Eso, Jorgito! ¡Vamos, Jorgito! ¡Voltéale el juego! ¡Dos puntitos más!
Como cada domingo, el viejito de las rifas llegó al parque ante la algarabía del vecindario, en especial, la de los niños. Esta vez, traía un perrito pequinés para rifarlo.
-¡A sol, a sol el numerito! ¡Llévese por solo un sol a este hermoso perrito!- pregonaba el viejito, mientras grandes y chicos depositaban su dinero en un tarrito y cogían los papelitos doblados que estaban dentro de una cajita de cartón.
Entre la multitud, hallábase Walter, un niño al que nadie estimaba por ser abusivo, burlón y por creerse el millonario del barrio.
Al ver al perrito, se quedó maravillado. Juró que sería suyo. Estaba con su padre y le pidió que comprara diez numeritos para tener más posibilidades de ganar. El padre puso los diez soles en el tarrito, pero como el viejito era un hombre justo, se los devolvió.
-Un solo numerito por persona, señor- aclaró el viejito. Walter le lanzó una mirada llena de odio.
En pocos minutos todos los numeritos se vendieron. Entonces, el viejito metió su mano para coger una de las cincuenta pelotitas numeradas que estaban dentro de un sombrero de copa.
-¡Yo seré el ganador!- decían algunos.
-¡Mentira, yo ganaré al perrito!- decían otros.
El viejito cogió una pelotita y la alzٕó muy arriba.
-ٕ¡Y el numerito ganador es el............27!- gritó a todo pulmón, mostrando la pelotita a todos.
Un muchacho llamado Jorgito no paraba de saltar y de gritar que él había ganado al perrito pequinés. Era quizás, el chico más querido del barrio por su humildad, su sencillez y su buen corazón.
Walter, al borde del llanto, le suplicó a su padre que le ofreciera al viejito, todo el dinero que quisiera con tal de llevarse al animalito. El padre, obediente, se acercó a los oídos del viejito y le dijo en voz baja que le daba ¡cien soles! por el perrito. Pero el viejito, demostrando lealtad a sus acciones, rechazó la tentadora propuesta.
-No, señor, el perrito ya tiene dueño- dijo seriamente, y puso al animalito en los felices brazos de Jorgito.
Cuando éste regresaba contento a casa, rodeado de sus amigos, Walter se interpuso en su camino.
-Te doy cien soles por el perrito- le dijo Walter.
-No- dijo Jorgito, tratando de esquivarlo.
-Ciento cincuenta, entonces- insistió Walter, cerrándole el paso.
-Ni por un millón te lo doy- dijo Jorgito, muy resuelto.
Ofuscado por la cólera, Walter cogió los cabellos de Jorgito y dijo amenazante:
-Me lo vendes o te pego duro.
De inmediato intervino Alfonso, el canillita del vecindario, sacando la mano de Walter de la cabeza de Jorgito.
-Lo dejas en paz o será a ti a quien le van a pegar duro- dijo Alfonso, desafiante, juntando su nariz con la de Walter. Por unos segundos, ambos se trituraron con las miradas. Parecía que acabarían por trompearse, pero finalmente Walter se retiró, vociferando que tarde o temprano el perrito pequinés sería suyo.
Desde entonces, el travieso y cariñoso Lucerito (como así llamaron al perrito) se convirtió en el engreído de los muchachos y toda la felicidad de Jorgito.
Pero a las pocas semanas, los dulces días de regocijo se acabaron de pronto: Lucerito enfermó. No comía nada, apenas abría los ojos y daba unos quejidos que preocupaba a todos.
-Mamá, creo que a Lucerito le sucede algo malo- dijo el niño con los ojos húmedos, cargando a su perrito que empezó a temblar.
Rosita, su buena madre, con el poco dinero que había ahorrado, fue con él y su perrito hacia el centro de la ciudad a buscar a un veterinario.
El doctor , luego de examinar a Lucerito, explicó que el pobre animalito tenía un virus terrible y le dió a la madre una receta para que comprara urgentemente unos medicamentos.
Antes que Rosita saliera a la Farmacia, el veterinario le advirtió que los medicamentos costaban muy caros, que por lo menos costaría doscientos soles.
Ella sintió un hielo en sus huesos.
-¡Doscientos soles!- exclamó incrédula.
Le mostró a Jorgito los únicos treintidos soles que le quedaban y bajó la cabeza en silencio.
-No te preocupes mamá. Se lo regalaré a Walter para que lo salve. Su papá puede pagar ésa cantidad- dijo el niño y regresaron apresurados al barrio.
Los amigos de Jorgito, cuando lo vieron, de inmediato le alcanzaron los veinticinco soles que habían recolectado por todo el vecindario. Jorgito, preocupado, les agradeció, pero les dijo que no alcanzaría para comprar los medicamentos.
-Voy a la casa de Walter para regalárselo. El puede salvarlo con el dinero de su padre- dijo, secándose las lágrimas con el puño de su camisa, mientras Lucerito seguía quejándose.
-¡No, no, no hagas éso! ¡ No se lo regales! ¡Mejor apuéstaselo por el dinero que se necesita!- propuso acertadamente Serapio, el hijo del zapatero del barrio.
-¿A qué jugarán?- preguntó uno de los niños.
-¡A las bolitas!¡Quizás le puedas ganar!- dijo muy optimista Serapio a Jorgito.
-¡Oh, no! A ése bribón nadie le gana en las bolitas- comentó Manolo, un experto en hacer cometas.
-Pero alguna vez puede perder- dijo Marito, el mejor futbolista del vecindario.
Jorgito, abrió los ojazos llenos de esperanza y alcanzó a esbozar una sonrisa. Le pareció buena la idea y de inmediato todos corrieron a la casa de Walter. Tocaron la puerta y salió el niño malo. Jorgito le contó toda la verdad: Que Lucerito se estaba muriendo. Que se necesitaba muchísimo dinero para salvarlo. Que se lo apostaba jugando a las bolitas.
-Si me ganas, compras los medicamentos que lo sanarán y será tuyo para siempre. Y si yo gano, me pagas doscientos soles- dijo finalmente.
-Por supuesto que ganaré y será mío- dijo burlándose Walter. Metió a su bolsillo los doscientos soles que le entregó su padre y fue con Jorgito y los demás muchachos hacia una pampa cercana a una acequia.
Entonces, Alfonso, el canillita, hizo de juez. Tenía en su poder a los dos premios: el dinero de Walter y a Lucerito enfermo en sus brazos.
Se llegó a un acuerdo: el primero que hiciera diez puntos sería el ganador.
Con mucha espectativa, el juego se inició en medio de un calor agobiante.
Ambos lanzaron sus bolitas hacia el hoyo. La de Walter entró pero la de Jorgito no, quedando a pocos centímetros. Walter dió un golpe magistral a su bolita verde y la estrelló contra la de su rival: 1-0 a favor del niño malo. Luego, repitiendo la misma fórmula, Walter no tardó en ponerse adelante por 5 - 0. Los muchachos, que hacían barra por Jorgito, guardaron silencio.
Jorgito no se dió por vencido. Desde casi cinco metros de distancia, hizo estrellar su bolita azúl a la del enemigo:¡Primer punto!. Todos celebraron. Pero la alegría duró poco. Walter volvió a la carga e hizo rápidamente tres puntos más: 8 -1. Jorgito miró con pena a su bolita que le estaba fallando.
-¡Vamos Jorgito, no te rindas!- dijeron algunos niños.
-¡Animo! ¡Lucha hasta el final!- dijeron otros.
De pronto, pidiendo permiso a Walter por unos pocos minutos, Jorgito corrió hacia la iglesia del barrio.
Se arrodilló ante la estatua de San Martín de Porres y puso sus bolita en el suelo.
-San Martincito....-murmuró el niño y cerró los ojos para rezarle y rogarle que bendiga a su bolita para que gane.
Luego, la metió en el bolsillo y retornó al campo de batalla. Walter lanzó la suya y quedó a poca distancia del hoyo. Cuando Jorgito sacó su bolita y la iba a lanzar se sorprendió que no era su bolita azúl sino una bolita negra que nunca la vió. Rebuscó en todos los bolsillos de su pantalón y no halló la bolita azúl. ¿De dónde salió esta bolita negra?, se dijo, pero no había tiempo para más preguntas. Lanzó su nueva bolita y entró al hoyo. Calculó un ratito, dió un golpecito y la estrelló: 8 - 2. Nuevamente todos celebraron. Walter hizo un gesto de desprecio, como diciendo que aquello no lo asustaba.
Un silencio penoso se apoderó de la pampa cuando el niño malo hizo un punto más: 9 - 2. Ahora, estaba a un punto de llevarse a Lucerito. ¡A un punto nomás!
Los niños se miraron las caras tensas. Walter se mofó de Jorgito y de sus amigos con una carcajada interminable.
Ambos lanzaron sus bolitas a la vez y la de Jorgito quedó más cerca del hoyo. El, luego que la metió, lanzó un certero disparo que chocó a la bolita rival. Punto para Jorgito: 9 - 3. Apenas hubo uno que otro aplauso pálido. La mayoría no creía en una recuperación de Jorgito, pero alguien que no perdía la fe, dijo:
-¡Fuerza, Jorgito, aún la guerra no está perdida!
Los siguientes dos puntos fueron para Jorgito. 9 -5. Las esperanzas renacían. Se escucharon más aplausos.
Jorgito empezaba a jugar con una maestría desconocida en él porque pronto se puso 9-6. Un minuto después a 9-7 y casi al instante a 9-8. Los niños resucitados por la increíble reacción de Jorgito, no se cansaban de alentarlo:
-¡Eso, Jorgito! ¡Vamos, Jorgito! ¡Voltéale el juego! ¡Dos puntitos más!
Un rato después, la pampa se alborotó cuando Jorgito logró empatar. ¡9-9!
-¡Bravo! ¡Hurra!- gritaban casi afónicos los muchachos.
Walter no lo podía creer. De 9 -2, estando a un punto de ganar, y ahora ¡9 -9!. No lo podía creer. ¿Qué tenía ésa bolita negra de Jorgito?
Ahora, ambos estaban a un punto de la victoria.
Antes que lanzaran sus bolitas hacia el hoyo, Jorgito alzó la suya hacia el cielo, hablándole en silencio a San Martincito de Porres.
Entonces, las tiraron y la bolita verde de Walter entró al hoyo. La de Jorgito quedó al borde.
-¡Oh, no!- exclamaron en coro los niños con las miradas preocupadas.
Walter sonrió. Tenía toda la ventaja de ganar.
Jorgito cerró los ojos para no presenciar la desdicha de su derrota. Escuchó los pasos apresurados de Walter acercándose al hoyo. Imaginó al niño malo, sonriente, apuntando contra su bolita negra. Oyó el golpecito que dió la uña de Walter a la bolita verde y escuchó los gritos eufóricos de sus amigos.
-¡Falló! ¡Falló! ¡Falló!- gritaban todos.
Jorgito suspiró de alivio y sonrió.
Walter, otra vez, no lo podía creer. La puntería le había fallado increíblemente.
De inmediato, Jorgito dio un golpecito y entró su bolita en el hoyo. Como la bolita de Walter estaba alejada, no quiso arriesgar y puso su bolita negra a un costado del hoyo.
Walter tampoco quiso arriesgar. Igual, hizo a un lado a su bolita.
Entonces, Jorgito apuntó contra la bolita enemiga, ante sorpresa de sus amigos.
-¡No Jorgito, está muy lejos!- le advirtieron todos sus amigos.
Pero Jorgito estaba decidido. Además, no había tiempo que perder: Lucerito seguía empeorando.
La bolita rival estaba como a ocho metros.
Jorgito, luego de calcular un rato, abrió bien los ojos y entonces, pegó a su bolita con la más inmensa ilusión como nunca lo había hecho jamás.
La bolita negra, fiel a los deseos de su amo, se encaminó en un viaje feliz. Cruzó tres, cuatro, cinco metros, indetenible, radiante, triunfal. Continuó cruzando seis, siete metros, y a escasos centímetros de chocar contra la bolita azúl, la bolita negra alcanzó a sonreir. Derribó al enemigo. Una algarabía tremenda se desató en la pampa.
-¡Bravo! ¡Hurra!- gritaban casi afónicos los muchachos.
Walter no lo podía creer. De 9 -2, estando a un punto de ganar, y ahora ¡9 -9!. No lo podía creer. ¿Qué tenía ésa bolita negra de Jorgito?
Ahora, ambos estaban a un punto de la victoria.
Antes que lanzaran sus bolitas hacia el hoyo, Jorgito alzó la suya hacia el cielo, hablándole en silencio a San Martincito de Porres.
Entonces, las tiraron y la bolita verde de Walter entró al hoyo. La de Jorgito quedó al borde.
-¡Oh, no!- exclamaron en coro los niños con las miradas preocupadas.
Walter sonrió. Tenía toda la ventaja de ganar.
Jorgito cerró los ojos para no presenciar la desdicha de su derrota. Escuchó los pasos apresurados de Walter acercándose al hoyo. Imaginó al niño malo, sonriente, apuntando contra su bolita negra. Oyó el golpecito que dió la uña de Walter a la bolita verde y escuchó los gritos eufóricos de sus amigos.
-¡Falló! ¡Falló! ¡Falló!- gritaban todos.
Jorgito suspiró de alivio y sonrió.
Walter, otra vez, no lo podía creer. La puntería le había fallado increíblemente.
De inmediato, Jorgito dio un golpecito y entró su bolita en el hoyo. Como la bolita de Walter estaba alejada, no quiso arriesgar y puso su bolita negra a un costado del hoyo.
Walter tampoco quiso arriesgar. Igual, hizo a un lado a su bolita.
Entonces, Jorgito apuntó contra la bolita enemiga, ante sorpresa de sus amigos.
-¡No Jorgito, está muy lejos!- le advirtieron todos sus amigos.
Pero Jorgito estaba decidido. Además, no había tiempo que perder: Lucerito seguía empeorando.
La bolita rival estaba como a ocho metros.
Jorgito, luego de calcular un rato, abrió bien los ojos y entonces, pegó a su bolita con la más inmensa ilusión como nunca lo había hecho jamás.
La bolita negra, fiel a los deseos de su amo, se encaminó en un viaje feliz. Cruzó tres, cuatro, cinco metros, indetenible, radiante, triunfal. Continuó cruzando seis, siete metros, y a escasos centímetros de chocar contra la bolita azúl, la bolita negra alcanzó a sonreir. Derribó al enemigo. Una algarabía tremenda se desató en la pampa.
¡Jorgito! ¡Jorgito! ¡Jorgito!- gritaban enloquecidos los muchachos, todo el mundo llorando de tan inmensa felicidad, abrazándose con el heroico Jorgito y dando gritos de júbilo. En cambio, Walter, furioso por lo sucedido, cabizbajo y derrotado, abandonó el campo de batalla.
Luego, antes de ir a la ciudad para comprar los medicamentos, Jorgito con Lucerito en sus brazos y con todos sus buenos amigos, fueron a la iglesia para agradecer a San Martín de Porres.
Todos se arrodillaron ante la estatua y cuando levantaron sus miradas para verlo, se quedaron boquiabiertos porque al santo moreno le faltaba el iris del ojo izquierdo.
Jorgito, al comprender lo sucedido, se emocionó tanto que se le escaparon algunas lágrimas. Sacó la milagrosa bolita negra de su bolsillo y con ayuda de sus compañeros que lo alzaron hasta el rostro de la estatua, la colocó en el ojo.
-Recémos, y agradezcámosle por haberme prestado el iris de su ojo izquierdo para ganar el juego- dijo Jorgito, persignándose.
En todo el ámbito de la iglesia, se oyó el cándido rumor de un rezo tierno:
-San Martincito de Porres, humilde santo limeño.............
Luego, antes de ir a la ciudad para comprar los medicamentos, Jorgito con Lucerito en sus brazos y con todos sus buenos amigos, fueron a la iglesia para agradecer a San Martín de Porres.
Todos se arrodillaron ante la estatua y cuando levantaron sus miradas para verlo, se quedaron boquiabiertos porque al santo moreno le faltaba el iris del ojo izquierdo.
Jorgito, al comprender lo sucedido, se emocionó tanto que se le escaparon algunas lágrimas. Sacó la milagrosa bolita negra de su bolsillo y con ayuda de sus compañeros que lo alzaron hasta el rostro de la estatua, la colocó en el ojo.
-Recémos, y agradezcámosle por haberme prestado el iris de su ojo izquierdo para ganar el juego- dijo Jorgito, persignándose.
En todo el ámbito de la iglesia, se oyó el cándido rumor de un rezo tierno:
-San Martincito de Porres, humilde santo limeño.............
*********
(A MI TIO JORGE CHUQUICHAICO BELLEZA)
New York, la madrugada del
13 de Marzo del 2005
(A MI TIO JORGE CHUQUICHAICO BELLEZA)
New York, la madrugada del
13 de Marzo del 2005
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