Monday, December 27, 2010

SAPIERI: EL DESCUBRIDOR DE EUROPA

Sapieri era un sapo ya viejo, que no se cansaba de pregonar por toda su aldea, que en su juventud, antes que otro sapo, otro animal, e incluso, antes que el mismo hombre, él había sido el primero en descubrir Europa. Y como prueba de ello, usaba un casco antiguo de guerra que trajo de allá.

-Lo usaban los sapos soldados del Imperio Sapoide Romano- decía orgulloso, mostrando su casco plateado, encima adornado con un plumero rojo, igualito a los que usaban los hombres guerreros del Imperio Romano, aunque más chiquito, a la medida de la cabeza de los sapos. Pero lamentablemente, nadie le creía.

Toda esta historia empezó en un lejano amanecer del Imperio Sapuno, (zona exclusivamente de sapos), que a la vez pertenecía a los territorios del milenario pueblo Wayúu, establecido en una península caribeña.

En una de las aldeas del Imperio Sapuno, muy cerca del mar, el jovencito Sapieri dormía de lo más bien frente de su casa, entre las ramas de un árbol, cuando de pronto lo despertó un griterío de sapos asustados que alertaban la presencia de una docena de barcos extraños que se aproximaban a sus orillas. Como vieron que los que llegaban eran sapos como ellos, no pusieron resistencia y los dejaron desembarcar. Éstos vinieron siguiendo a las tres carabelas de Cristóbal Colón. Pero días antes de llegar al continente, (al que después llamarían América), los sapos invasores se perdieron por el Mar Caribe y fueron a parar al Imperio Sapuno.

Sapieri y sus paisanos, notaron que eran sapos algo diferentes a ellos. Aunque también eran verdes, tenían los vientres rojos y no amarillos como los suyos, y eran más bajitos. Entonces, el capitán del barco principal, sosteniendo una bandera colorida por todo lo alto, se inclinó al suelo y lo besó, agradeciendo en voz alta a su Dios, por darle el privilegio de "descubrir" aquel lugar, un 22 de Octubre de 1492. Por suerte, el idioma de los sapos era el mismo en todo el mundo, de manera que Sapieri y los demás pudieron entenderlo y quedaron indignados ante lo dicho por el capitán.

-¿Qué cosa? ¿Que nos están "descubriendo"? ¡Qué disparate para más grande! ¡Ni que antes que ustedes llegaran, nosotros no hubiésemos existido!- protestó enérgicamente Sapieri.

-Joven, este es un lugar desconocido para nosotros. Por eso decimos que lo hemos descubierto- respondió el capitán.

-Pues sepa usted que ha pisado suelo del grandísimo Imperio Sapuno, de rica historia, tan viejo como el mar y tan conocido como la luna en todo el planeta. ¡Asi que usted no ha descubierto nada nuevo, sapo ignorante e insolente!- rugió Sapieri.

-Pero entienda que en Europa no conocíamos de ustedes, por tal motivo...- explicaba el capitán, pero Sapieri no lo dejó terminar y le ordenó que se regresen de inmediato o le quemarían todos sus barcos con ellos abordo. Espantados por las amenazas y gritos de guerra de Sapieri y sus paisanos, los sapos extranjeros huyeron en pocos minutos. Pero antes, Sapieri capturó al timonel del capitán para que le sirva a concretar una idea que se le ocurrió.

-Tú me enseñarás dónde queda esa tal Europa, para descubrirla, amiguito- le dijo Sapieri al timonel, con algo de sarcasmo. Aquél dijo llamarse Gonzalo.

Sapieri, picón y enfadado por la actitud de los sapos europeos, que él tomó como un desprecio a su Imperio, decidió organizar una excursión para descubrir aquel continente desconocido. Juró que les devolvería con la misma moneda. Ya se imaginaba pisando suelo europeo, flameando la bandera de su Imperio, y diciendo algo así, en voz alta: "¡Yo, Sapieri, súbdito del gran Imperio Sapuno, te descubro, Europa! "

De modo que en menos de dos semanas, luego de mucho esfuerzo, él y 20 sapos valientes, (a quienes convenció a formar parte de una expedición histórica), construyeron una embarcación bien equipada y emprendieron viaje el 7 de noviembre del año 1492. Antes, Sapieri obtuvo el permiso del Rey de su Imperio para tal empresa. A decir verdad, el Rey pensaba que Sapieri estaba loco, y sólo le dio permiso para que nadie pensara que negaba cualquier iniciativa de sus siervos.

Ya en el mar Atlántico, pasaron varios días de zozobra por la bravura de sus aguas endemoniadas. La mayoría de sus tripulantes, con los pelos parados del susto, empezaron a dar síntomas de preocupación. Hasta algunos llegaron a sugerir el retorno inmediato antes que sucediera una catástrofe. Ante el malestar de ellos, Sapieri no tuvo otra cosa que pedir serenidad. Su terquedad de cumplir con la meta trazada era tal que no le interesaba llegar a Europa aún muerto.

Al ver que demoraban más de lo calculado, Sapieri empezó a dudar de Gonzalo.

-¿Estás seguro que nos conduces por el camino acertado?- le dijo Sapieri, mostrándole una cara sumamente seria.

-Se lo juro, capitán Sapieri, que los estoy llevando a Europa. Tenga paciencia, que ya llegaremos. Le advertí que el camino es muy accidentado- dijo Gonzalo, girando el timón , a la vez que observaba su brújula puesta en un tablero. En realidad, Gonzalo quería llegar a un puerto de España, (de donde partió para después perderse por el Imperio Sapuno), pero las continuas tormentas marítimas lo desviaron por otra ruta. De todos modos, la fe que tenía de su buen olfato, por la experiencia de tantos años de navegación, le dieron cierto optimismo de hallar pronto otro camino que lo condujera a alguna parte de Europa. Por ventura, una buena mañana, (después de casi tres semanas de un complicadísimo viaje), cuando ya los tripulantes empezaban a amotinarse y estaban dispuestos de agarrar por el cuello al terco de Sapieri para obligarlo a regresar a casa, el grito emocionado de Gonzalo paralizó a todo el mundo.

-¡Tierra, tierra a la vista! ¡Europa a la vista!- vociferaba como loco. De inmediato, Sapieri y su tripulación, subieron a cubierta y vieron al fin, con lágrimas en los ojos, lares europeos.

-Señores, hemos llegado a las playas de Ostia, puerto de Roma, capital del antiguo Imperio Romano, íEuropa!- dijo Gonzalo.

Entonces, no tardaron en desembarcar, y tal como se lo imaginó, Sapieri, enarbolando una bandera del Imperio Sapuno, apenas pisó el suelo húmedo, se arrodilló para besarlo y dijo solemnemente:

-YO, SAPIERI SAPOCHANO SAPINIELO, EN NOMBRE DEL REY DEL IMPERIO SAPUNO Y DE SUS HABITANTES, HOY 27 DE NOVIEMBRE DE 1492, TE DESCUBRO, EUROPA, PARA QUE SEAS CONOCIDA POR TODA LA TIERRA.

Apenas dijo ésto, Sapieri y sus veinte paisanos fueron acorralados por cientos de sapos amarillentos que estaban escondidos entre unas peñas del puerto. Sin poder evitar ser capturados ante la superioridad numérica del enemigo, fueron conducidos a las autoridades locales, quienes preguntaron de dónde venían y para qué.

-Venimos del gran Imperio Sapuno, con la misión de descubrir Europa, desconocida para nosotros- respondió sin titubear Sapieri al Gobernador, que era la máxima autoridad de la zona. Aquél no pudo contener una carcajada descomunal.

-¿Que acaban de descubrir Europa? Ja,ja,ja, nunca escuché algo más cómico en mi vida- alcanzó a comentar luego de gran esfuerzo y pidió un vaso de agua para cortar la risa que lo ahogaba. Luego se puso serio y ordenó que los metieran presos a unos calabozos.

-Que tal atrevimiento la de este sapo orate. Decir que nos han descubierto, nosotros que somos descendientes de aquellos sapos gloriosos del Imperio Sapoide Romano, que formaron parte del más grande imperio de la historia del hombre, el archiconocido Imperio Romano. ¡Qué lisura!- refunfuñó el prefecto. Antes de retirarse ordenó a sus jueces que les aplicaran una dura sanción por irrespetuosos.

Desde el dia siguiente, desde el amanecer, Sapieri y los suyos, fueron castigados a trabajar diariamente, bajo un sol infernal, cortando abundante maleza para hacer nuevos caminos ante el crecimiento de la ciudad. Al llegar la noche, volvían extenuados y cabisbajos a sus lúgubres celdas. Esa vida miserable de casi un mes hizo que Sapieri pensara en fugarse en cualquier momento. Solo esperaba la ocasión propicia para el escape. Y ella llegó más pronto de lo esperado. Sucede que el último día del año, los cuatro guardianes que los vigilaban estaban ebrios. Al parecer, celebraron anticipadamente la llegada del año nuevo 1493. Ni cortos ni perezosos, Sapieri y el resto, al ver que sus custodios se dormían de la borrachera, huyeron todos por una zona de rosales. Pero al escuchar los silbatos de alerta de los guardias que despertaron, se aturdieron tanto que terminaron por dispersarse por distintas direcciones.

Sapieri y Gonzalo tomaron juntos un camino al azar, sin saber que los conduciría al famoso Coliseo Romano. Maravillados por la imponente estampa del viejo coso, y al parecerles un lugar seguro, allí se escondieron durante dos semanas, calculando que ya nadie los estaría buscando.

Durante esos días, se enteraron por los sapos turistas que llegaban de distintas partes de Europa, que antiguamente en ese coliseo se realizaban peleas de bravos gladiadores. Pero lo que puso la piel helada a Sapieri, fue al saber que a los delincuentes de la época, como castigo, los metían al ruedo para ser devorados por animales salvajes . Por las madrugadas, temblando de miedo, no podía dormir bien al creer escuchar gritos desgarradores de gente y rugidos de feroces leones, que provenían de algún rincón del coliseo en tinieblas.

Cuando al fin se aseguraron que el peligro había pasado, una noche salieron del coliseo. Pero algo tenía que hacer Gonzalo que regresó al recinto y a los pocos minutos volvió a salir. En todo ese tiempo que Gonzalo conoció a Sapieri, llegó a quererlo como a un hermano y decidió ayudarlo a regresar a casa. Gracias a su memoria prodigiosa, pudieron llegar al puerto donde arribaron y, temiendo no encontrarla, buscaron ansiosos la embarcación que los trajo. Saltaron de alegría cuando la vieron solitaria, atrapada entre unos peñascos. De inmediato zarparon, y a lo lejos, Sapieri se llenó de nostalgia al ver por última vez a la Europa que había descubierto. Le hizo una reverencia agitándole un pañuelito blanco. Llevaba su casco de guerra romano que un sapo turista le regaló.

La travesía de regreso fue mucho más ardua que la de ida. Las aguas del Atlántico estaban hechas una furia espantosa. La tempestad marítima hizo que la embarcación diera vueltas y vueltas por un mismo lugar durante varios días, trayendo como consecuencia el cansancio y lo que era peor: el hambre, al agotárseles las provisiones que cargaban. Al fin, casi dos meses después de una verdadera odisea, llegaron moribundos a las playas del Imperio Sapuno. Sapieri, fuerte como un roble, llegó a sobrevivir, mas no así su heroico amigo Gonzalo, que a los pocos días, no pudo resistir las fiebres altísimas y murió entre sus brazos.

Desde entonces, Sapieri empezó su incansable y empeñosa campaña de convencer a todo el mundo de que él descubrió un nuevo continente llamado Europa. Pero nadie le creía. Ni el Rey, ni sus amigos, ni sus propios padres. Todos lo tomaban por loco. Ni siquiera Sapinina, la sapa con la que llegó a casarse al poco tiempo de su regreso, le creía al desdichado de Sapieri. Lo que más le dolió fue que muchos años después, ninguno de sus nueve hijos que llegó a tener, le llegaran a creer. Y para colmo de los colmos, tampoco ninguno de sus noventa nietos.

-Ese casco no convence a nadie, abuelo- se disculpaba siempre uno de sus nietos ante la tristeza del octogenario sapo.

No fueron los achaques de la vejez sino la pena de que nadie le creyera lo que acabó con Sapieri. Murió sobre una de las ramas del árbol donde solía descansar, dándole las quejas a la luna por la indiferencia de su propia familia y la de sus paisanos.

-Tu sabes, luna, lunita, lunota querida, que yo descubrí Europa, lo sabes porque muchas noches me alumbraste en Roma, ¿verdad?- fueron sus últimas palabras antes de cerrar para siempre sus ojos afligidos.

Pasaron los siglos y la leyenda de Sapieri seguía siendo conocida hasta los tiempos modernos.

Ya en 1990 el Imperio Sapuno se convirtió en un país llamado Sapoeira y hasta entonces, muchos juraban que veían el alma de Sapieri penando por algunos lugares de su aldea. En realidad, Sapieri era un fantasma noble, pues solamente penaba por las noches, cuidándose de no ser visto para no asustar a nadie, sobre todo a los más pequeños.

-Su ánima sólo descansará cuando le crean- decía la gente, conpadeciéndose de él.

Sapieri de vez en cuando probaba suerte visitando a sus tataratataranietos para ver si lo ayudaban a descubrir la verdad. Pero por desgracia, apenas lo veían, lo botaban echándole agua bendita y diciéndole improperios.

Estaba perdiendo todas las esperanzas de que alguien le oyera, cuando por fortuna, un buen día, justo cuando decidió hacer el último intento, un tataratataratataratatanieto suyo llamado Sapaibo, se interesó en el caso.

Todo se inició una noche cuando el jovencito Sapaibo volvía de su taller de carpintería a casa.

-¿Quién eres tú?- preguntó sorprendido a un viejísimo sapo acongojado, que daba vueltas por el cuarto de la cocina, con su casco de soldado romano en la cabeza. Claro, era el alma de Sapieri.

-Soy Sapieri, tu tataratataratataratataratatarabuelo-respondió sereno. Sapaibo casi se cae de la impresión. Por supuesto que era él, no podía dudarlo. Era igualito al del arcaico cuadro colgado en las paredes de la sala que alguien lo dibujó cuando era anciano. ¡Vaya!, tanto había oído hablar de su famoso ancestro y ahora lo tenía frente suyo.

-No te asustes que soy un fantasma que no mata una pulga- dijo Sapieri, forzando una sonrisa para calmar al muchacho asustado. Sapieri se asombró de que Sapaibo fuera tan idéntico a él cuando era joven, con el mismo mechoncito blanco que brotaba en medio de la frente. Sapieri, entonces, empezó a contarle la historia de su incursión europea. Casi una hora después de detallarle muchas cosas, Sapieri se alegró de que el muchacho aún le escuchara muy atento y tomara nota en una libretita. Entre los datos que le dio a Sapaibo, lamentó que olvidara un nombre muy primordial: el nombre del lugar donde pisó Europa. Explicó que se lo dijo el timonel Gonzalo cuando llegaron a Europa, pero por la enorme emoción del momento, no prestó el interés debido. Solo recordaba que era un puerto por donde se ingresaba para ir a Roma. Aunque si le decían el nombre, de seguro que lo recordaría.

-¡Créeme, hijo mío, yo descubrí Europa, te lo juro por todos los dioses del Imperio Sapuno que es cierto!- decía casi llorando, queriendo abrazar a Sapaibo, olvidando que sus brazos fantasmales no podían tocar nada. Ante esa imágen, tanta fue la pena que sintió el muchacho, que lo consoló prometiéndole que haría todo lo posible para ayudarlo en desvelar el problema.

-Sólo si demuestras que dije la verdad, entonces mi alma podrá descansar al fin- dijo Sapieri, antes de retirarse a penar por las orillas de su río favorito.

Esa misma noche, Sapaibo empezó a indagar en sus libros de Historia. Luego de algunas horas de estudio, supo de la ciudad de Ostia, que fue usado como puerto de Roma. Sospechó que ese era el sitio en el que habría desembarcado Sapieri.

A la noche siguiente, cuando volvía a casa de su taller, rogó ver otra vez a Sapieri para preguntarle sobre ese lugar. Y en efecto, se contentó cuando lo vio merodeando por la sala. Ahí mismo lanzó la pregunta.

-Dime, Sapieri, has memoria, ¿se llamaba Ostia el lugar donde pisaste Europa por primera vez?

-¡Sí, sí, se llamaba Ostia, el puerto de Roma, eso dijo Gonzalo!- respondió risueño Sapieri, con los ojos iluminados.

Entonces, Sapaibo decidió tomar el toro por las astas. Alistó sus maletas para viajar por avión a Italia al día siguiente. De una vez por todas intentaría esclarecer si fue una leyenda o un hecho real lo de Sapieri. Estaba dispuesto a mover mar y tierra hasta hallar la prueba que necesitaba Sapieri.

Para entonces, los sapos de todo el mundo, (como los hombres), contaban con sus propios medios de transporte. Al amanecer tomó el primer vuelo de "Sapón Alas" que lo llevó a Roma en pocas horas. Sin perder tiempo, de allí tomó un taxi que lo llevó al puerto de Ostia.

Mas, apenas pisó suelo ostiano, fue rodeado poco a poco por decenas de sapos que lo miraban pasmados. Sapaibo, lejos de incomodarse ante esa situación, presintió que algo bueno sucedería. Y así fue. Le dijeron que querían mostrarle algo, y con su venia, lo llevaron al Coliseo Romano. Allí, ante una inmensa alegría, descubrió la prueba que buscaba y que haría célebre a Sapieri.

Una semana después, Sapaibo regresaba triunfante a Sapoeira con la prueba irrefutable en sus manos. Al bajar del avión, fue de inmediato a dar una conferencia de prensa que convocó desde Italia y que generó mucha espectativa. Entonces, ante los principales medios de comunicación del país y de enviados especiales de numerosas comunidades sapoides del extranjero, Sapaibo mostró la foto de un dibujo cuya antiguedad fue certificado por el prestigioso Instituto Científico Saporaniero de Roma, con lo que demostraba fehacientemente que Sapieri siempre tuvo la razón.

-¡Fue Sapieri Sapochano Sapinielo quien descubrió Europa un 27 de Noviembre de 1492!- dijo Sapaibo a viva voz. Todos los presentes saludaron la noticia histórica con gritos de júbilo y aplausos prolongados, al igual que toda Sapoeira.

Sapieri, que dormía en casa de Sapaibo, despertó alarmado por el alboroto de las calles del barrio. Abrió un poquito la puerta para escuchar qué era lo que gritaban. Entonces, quedó perplejo cuando oyo que vitoreaban su nombre. El ansia de saber por qué lo aclamaban, lo hizo salir atolondrado, olvidando que su pinta fantasmal asustaría a la gente. Preguntó a uno, a otro, a todo el mundo, qué era lo que pasaba, sin que nadie le respondiera porque nadie lo escuchaba ni lo veía. Se dio cuenta que ya no asustaba a nadie. Sucedió que el hechizo de que vieran su fantasma se acabó al descubrirse la verdad.

Sin saber el motivo del barullo popular, Sapieri retornaba a casa, cuando de repente, se detuvo a medio camino para oir la voz de Sapaibo que provenía de la radio de algún vecino que puso a todo volumen. A cada rato repetían la gran noticia de Sapaibo, y así, Sapaibo se enteró que se había comprobado que él descubrió Europa y que el planeta entero ya lo sabía. No pudo contener las lágrimas de la emoción. Se acurrucó en un rincón de la casa para dormirse hasta que llegara Sapaibo. El muchacho, luego de pasarse casi todo el día dando entrevistas, llegó a medianoche a casa y despertó a Sapieri. Ambos, conmovidos por aquel momento que se vivía, sabiendo que no podían tocarse, fingieron un abrazo interminable.

-Misión cumplida, Sapieri- dijo Sapaibo, orgulloso de su ya famoso ancestro. Sapaibo, por algún extraño sortilegio, era el único que aún podía ver a Sapieri.

-Gracias a ti, ahora todos saben que yo no estaba loco, que siempre dije la verdad- dijo Sapieri, y agradeciéndole infinitamente, quiso retirarse, pero Sapaibo lo atajó. Le pidió que se quede una semana más, para que presenciara los homenajes y distinciones que le iban a rendir en los siguientes días a su memoria. Justo se enteraron por la radio que el gobierno declaró a Sapieri, Hijo Ilustre de Sapoeira y decretó feriado por cinco días en todo el país en su honor.

Al día siguiente, en un acto de desagravio público, miles de sapoeiranos concentrados en la Plaza de Armas de la Capital, entre los que se encontraban el Presidente de la República, Sapieri y Sapaibo, con sus copas de champagne en alto, brindaron por el insigne ciudadano que le ha dado gloria a Sapoeira. Esa misma tarde levantaron en medio de la Plaza una gigantesca estatua de bronce de Sapieri. Y por la noche, todos los pobladores de la aldea oriunda de Sapieri desfilaron frente a su casa natal para testimoniarle su admiración y disculparse de no haberle creído nunca su hazaña.

En esos días, también Sapieri vio por la television, las celebraciones que le dedicaban por todos los rincones de Sapoeira: desfiles escolares, verbenas, retretas y funciones de teatro donde representaban a Sapieri descubriendo Europa. Hasta se enteró que estaban preparando una novela televisiva sobre su vida y que nuevas escuelas que se construirían en el futuro llevarían su preclaro nombre.

Finalmente, un atardecer, simulando un beso en la frente de Sapaibo, Sapieri se despidió feliz de ser un sapo célebre, hundiéndose en su río favorito y desapareciendo para siempre.

A lo lejos, en la ciudad de Roma, una multitud curiosa de sapos venidos de otros países, pugnaba por ingresar al Coliseo Romano para ver un dibujo que alguien hizo en una de las viejas columnas del coso, que felizmente había sobrevivido a los siglos y que de pronto se volvió famoso en el mundo sapoide de los cinco continentes. Era la prueba que trajo Sapaibo.

Ocurrió que el buen Gonzalo, aquella noche que abandonaban el coliseo, tuvo la genial idea de regresar y dibujar a Sapieri de pies a cabeza, en pose altiva, con su casco romano, sin que él lo supiera. Lo hizo para dejar, (por si las moscas), un testimonio contundente de que su amigo Sapieri había estado en ese lugar. Desde entonces, el dibujo era tan conocido solamente por los sapos de la zona, que cuando vieron a Sapaibo, se sorprendieron de su extraordinario parecido con el misterioso sapo dibujado , (sobre todo por ese rarísimo mechoncito blanco que brotaba de la frente de ambos) , y no dudaron de llevarlo al coliseo para que vea a su "doble" y diga algo acerca de él.

Pero no sólo Gonzalo tuvo el buen tino de hacer el dibujo, sino que debajo de éste, escribió para que todos lo supieran y para que nadie tuviera duda del hecho más trascendental en la Historia Universal de los Sapos:

-YO, SAPIERI SAPOCHANO SAPINIELO, HIJO DEL GRAN IMPERIO SAPUNO, DESCUBRI EUROPA UN 27 DE NOVIEMBRE DE 1492.


27 de Diciembre, 2010, Bronx, NY.

Monday, August 23, 2010

EN JUJINA NO HAY ESPEJOS


Pedrín, luego de mucho tiempo de ausencia, regresó a su pueblo trayendo un batallón de burros que cargaban centenares de costales con espejos. Había trabajado casi veinte años en un próspero país lejano fabricando platos de acero.

Aunque Pedrín ganaba lo suficiente para llevar una vida tranquila, no perdía las esperanzas de hacerse un hombre verdaderamente rico algún día.

Y ese día creyó que había llegado cuando en aquel país alguien inventó el espejo. Fue una novedad extraordinaria, todos se volvieron locos mirándose sus caras. Entonces a Pedrín se le ocurrió regresar a su tierra y empezar a hacer realidad su sueño. Haría negocio con los fantásticos espejos por todos los pueblos vecinos, y si se podía, hasta iría a otros países cercanos donde nadie aún haya llevado el espejo.

Su primera incursión fue al pueblito de Jujina, de gente dedicada a la pesca, que quedaba a un día de distancia del suyo. ¿Y por qué no empezó a venderlos en su propio pueblo? Porque estaba resentido con su paisanos, pues, siendo un adolescente huérfano, ellos lo echaron del lugar por pillarlo robando patos y gallinas con los que Pedrín cocinaba para sus hermanos hambrientos.

-No les venderé ni un solo espejo y se morirán sin conocer sus caras - refunfuñaba en silencio.

Así, una mañana solariega, Pedrín ingresó a Jujina, pregonando a toda voz que traía la mayor maravilla jamás conocida. Colgó el único espejo que trajo de muestra en un árbol de la plaza.

-Acércate y conoce tu cara- le dijo a un hombre de la multitud.

El hombre se quedó boquiabierto del asombro. Por primera vez veía sus cabellos negros, sus cejas ralas, sus orejas pequeñas, sus ojos verdes, su larga nariz y sus labios gruesos. Quería quedarse para toda la vida frente al espejo, pero lo sacaron a la fuerza, pues los demás también deseaban gozar con ese instante prodigioso.

Niños, viejos, hombres y mujeres de todas las edades, desfilaron fascinados frente al espejo hasta el anochecer. Todos estaban dispuestos a pagar las diez monedas de oro que pedía Pedrín por cada espejo.

Entonces, esa misma noche, Pedrín regresó a casa para traer los 527 espejos que le habían pedido. Conduciendo su burro blanco, por el camino no paraba de frotarse las manos de la alegría por el tremendo negocio que acababa de cerrar.

-¡5,270 monedas de oro!- pensó con una amplia sonrisa. ¡Mejor comienzo no se podía pedir! Con esa ganancia viviría bien durande un año sin mover un dedo.

Pero sucede que cuando regresó a Jujina con los 527 espejos, encontró a la multitud de la plaza sumida en un descomunal alboroto. Por todas partes se escuchaban gritos de amenaza, de burla, de desafío, de altanería, y poco faltaba para trompearse entre ellos.

Ocurrió que la vanidad se apoderó de la gente. Ahora que conocían sus rostros, nadie se creía menos lindo que otro y cada uno estaba convencido de ser el más bello no sólo de Jujina sino del mundo entero.

-¡Qué se va a igualar tu horrible nariz a mi naricita preciosa!- le decía, ufanándose, una muchacha a otra.

-¡Nada como mis ojos celestiales!- vociferaba jactancioso un joven a otros jóvenes.

-¡Apuesto lo que quieran que en un concurso de cejas, lejos ganan las mías!- decía presumiendo un viejo a otros ancianos.

-¡Dime que mis labios son más bonitos que los tuyos o te rompo los dientes!- trataba de intimidar un hombre a otro, agarrándolo por el cuello.

Pedrín no tardó mucho de ver empujones, bofetadas, puñetazos, y se asustó tremendamente cuando vio a algunos sacando sus cuchillos.

-¡Ya bastaaaaaaaa!- gritó Pedrín, sudoroso, arrepentido de traer el espejo a ese lugar, sintiendo una herida dentro por ser el culpable de todos esos desmanes.

Solo entonces la gente se percató de la presencia de él y todos sonrieron. Ya se imaginaban con sus espejos colgados en las paredes de sus casas para contemplarse todo el tiempo que quieran y fanfarronear de sus rostros perfectos.

Pero vieron que Pedrín, apenado, descolgando el espejo del árbol, se marchó a su casa con sus burros y el cerro de espejos encomendados. Por el camino arrojó todos los espejos a un río turbulento.

Una semana después, regresó a ese próspero país lejano para trabajar en lo mismo.

Al poco tiempo, un amigo, a quien Pedrín había encargado ir a Jujina para informarse cómo estaban las cosas, le envió una carta.

Mientras leía y a la vez fabricaba un plato de acero, vio en la superficie de éste, el reflejo de su nublada sonrisa al saber que en Jujina se prohibieron los espejos y que la gente volvía a la normalidad y que nuevamente pescaba en paz absoluta.

Felizmente, la vanidad se esfumó para siempre, cuando todos, poco a poco, olvidaron por completo los inocentes caminos de sus rostros.



Monday, November 30, 2009

EL SOLDADITO LOCO




Los trajeron metidos en una caja de lata, envuelta ésta con un papel de regalo equivocado, pues en él había un lema que decía: “Paz en la Tierra”.
Los doce soldaditos eran el carísimo premio que su padre le pudo comprar con mucho esfuerzo a Javier, por haber terminado con buenas notas su primaria.

Impaciente, el muchacho abrió la caja y puso a todos los soldaditos en el piso de madera de la sala. Al accionar el control remoto, los vio marchar a paso sincronizado, todos con sus caras furiosas y sus amenazantes metralletas en guardia, girando sus cabecitas de un lado para el otro, como buscando al enemigo por los alrededores. Entonces, el cuarto no tardó de estremecerse con el bullicio ensordecedor de los disparos. Al acecho del rival, todos los soldaditos ingresaron a la cocina, pero menos uno, que se quedó dando vueltas entre los muebles de la sala sin haber hecho un solo disparo.

-Ese soldadito parece que vino fallado- dijo el padre y cogió al muñequito defectuoso. Lo observó de pies a cabeza y lo sacudió con fuerza para ver si lo arreglaba. Pero nada. El soldadito seguía dando vueltas como loquito sin querer disparar.

-Ni hablar. Mañana iré a la fábrica para cambiarlo por otro- dijo el padre y fue a su cuarto a leer un libro.

Mientras, Javier pasaba la noche sorprendiéndose de las rarezas del soldadito y celebrando sus ocurrencias. Ya no le interesó el resto de soldaditos que seguían disparando sin cesar por todos los rincones de la casa.

-Eres el soldadito más extraño que he visto- dijo Javier, cuando lo vio detenerse frente a un espejo para mirarse fijamente.

El chico no pudo darse cuenta que en la mirada del soldadito había una enojo tremendo de verse cogiendo su metralleta en posición de ataque y con las granadas amarradas en su cintura. Solo notó que sus ojitos eran de color rojizo, distinto a los demás que los tenían azules.

-¿Te gustan las flores?- le dijo muchacho al soldadito, cuando éste detuvo su marcha para observar las rosas, las margaritas y los claveles a través de la puerta de vidrio transparente que conducía al jardín. Javier lo dejó pasar, y el soldadito, luego de respirar satisfecho la fragancia de las plantas, fue a echarse a los pies de un pequeño árbol.

-Habrás venido de un largo viaje. Estarás cansado, duérmete un rato- le dijo Javier y se sentó al lado de él. El soldadito, boca arriba, con la incómoda metralleta que no podia evitar que apuntara a la pacífica luna, cerró sus ojos por unos instantes. Se imaginó bailando con una escoba en la misma luna. Luego se levantó para ir a un caño que estaba instalado en la parte baja de una pared del jardín.

-¿Tienes sed, verdad?- preguntó Javier y abrió el caño para darle de beber. Pero el soldadito no solo tenía sed sino también mucho calor. Se puso debajo del caño y se dió un duchazo ante la risa incontenible de Javier.

-¡De veras eres un soldadito loco!- repetía alborozado el niño, mientras el soldadito seguía remojándose dichoso. Poco después, Javier, presuroso, tuvo que secarlo con una toalla al verlo tiritar de frío. Al pobre soldadito se le pasó la mano en la bañada.

Cuando regresaban a la sala, el soldadito se encontró cara a cara con los demás soldaditos. Ellos dejaron de disparar y lo miraron con cara de pocos amigos por haberlos abandonado. Le mostraron los feos cañones de sus metralletas, listas para desaparecerlo por desertor. El soldadito no se intimidó, y mirándoles con fiereza, también los apuntó desafiante, orgulloso de no acompañar a esos carniceros, según él. Entonces, Javier apagó el control remoto para evitar un mortal combate.

En esos momentos el padre de Javier le ordenó que se vaya a acostar porque ya era tarde. El niño, entonces, fue a su cuarto dejando, frente a frente, al soldadito contra sus enemigos.

A la mañana siguiente, sin saber que Javier se había encariñado mucho con el soldadito, el padre lo agarró y lo llevó a la fábrica donde lo compró para cambiarlo por otro. Allí, luego que los técnicos comprobaron que el soldadito no había nacido para la guerra, lo echaron al tacho de basura. Le dieron al hombre un soldadito nuevo que sí disparaba muy bien, y para compensar la molestia que le causaron por el error de fabricación, le ofrecieron regalarle un juego de Cazadores de Leones que estaría listo para el próximo día.

Cuando Javier vio a su padre regresar y supo lo que él había hecho, rompió a llorar amargamente. Quería a toda costa a su soldadito querido de vuelta a casa, y que no quería a ese soldadito nuevo que trajo. Y su padre que le decía que era imposible, que al soldadito lo echaron al basural, y que además, ¿para qué quería a un soldadito malogrado?. Y el niño, inconsolable en su llanto, que le respondía que era el mejor soldadito que había conocido en su corta vida. Y el padre que le acariciaba sus cabellos, esperanzado que con el juego de Cazadores de Leones que traería mañana se iría la tristeza del muchacho.

En tanto, el soldadito se durmió triste en el tacho de basura. Casi a medianoche, despertó por unos rugidos. Con cuidado, abrió la tapa del tacho y asomó la cabeza. Vio que un técnico de la fábrica probaba con su control remoto, a unos muñequitos que, con sus redes, atrapaban a salvajes leoncitos de madera. Era el juego que recogió y llevó a casa el padre de Javier al medio día siguiente.

-¡Javier, mira lo que traje! ¡Unos cazadores de leones que te gustará!- llamó el padre al muchacho, quien, sin mucho entusiasmo, puso las piezas del juego sobre el piso de la sala para operarlo.

Toda la tarde , aún con la pena por el amigo ausente, Javier se consoló viendo lo bien que los seis cazadores atrapaban a los seis gruñones leoncitos, mientras su padre se divertía viendo a los soldaditos disparando por todos lados.

Al anochecer, Javier y su padre apagaron sus juegos para echarse una siesta sobre el piso de la sala.

Al rato, unos disparos despertaron a Javier. La puerta de la calle estaba sospechosamente abierta y los soldaditos misteriosamente habían desaparecido de la sala. Cuando Javier salió a la calle no pudo creer lo que empezó a ver: un cazador arrastraba con su red a un soldadito que le disparaba (con mala puntería) para no ser capturado. Con gran esfuerzo lo metía en un caja de cartón estacionado en la orilla de una acequia y en el cual yacían prisioneros los demás soldaditos.

-¿Quién eres? ¿Qué haces?- preguntó en voz alta Javier. Entonces, cuando el cazador volteó, Javier le reconoció por los ojitos rojizos.

-¡Tú, mi amigo soldadito! ¡Volviste!- gritó emocionado el niño. El soldadito, mostrando una sonrisa enorme, empujó la caja con los soldaditos hacia las aguas de la acequia. Le iba a contar a Javier que antes que su padre le llevara el juego de Los Cazadores de Leones, había sacado de la caja a uno de los cazadores para meterse él en su lugar, y así, volver y cazar uno a uno a esos once soldaditos carniceros para botarlos de la casa.

Pero el barro de la orilla, hizo que el soldadito resbalara y cayera en la acequia. Javier, desesperado llamó gritando a su padre para que salvara a su amigo. Cuando el hombre llegó a la escena, ya era tarde. La fuerte corriente se llevaba al soldadito, que a lo lejos, entre las tinieblas de la noche, agitaba sus manitos como despidiéndose de Javier que sentía una herida profunda en el corazón.

Desde entonces, hasta ahora que ya es un adulto, Javier cada vez que pasa por una juguetería, ingresa en ella y, disimuladamente, cuidándose de que nadie lo vea, saca las armas de todos los soldaditos que encuentre y los echa a la basura, sabiendo que su inolvidable amigo, el soldadito loco, se pondría contento donde quiera que esté.



New York, Noviembre 29, 2009









Wednesday, June 03, 2009

LOS LADRONES DEL REY FUNARO



Para dos cosas era muy bueno el rey Funaro: para disparar flechas con su ballesta y para bailar valses. Pero, ¿saben qué era lo malo de él?, pues que era el rey más perverso que jamás se conoció en el reino de Puzania.
Poseía una enorme fortuna gracias al trabajo de sus siervos, quienes sembraban infinidad de verduras y frutas que se vendía a reinos vecinos. Sin embargo, no era generoso con el sudor de ellos, por el contrario, los tenía en la más espantosa miseria.
Cada mañana, el rey tenía la manía de arrojarse como un niño sobre su cerro de monedas y joyas que guardaba en un sótano, al que bajaba por una escalerilla desde su dormitorio.
-Soy el más rico de todos los reyes- decía feliz, acariciando a su riqueza.
Pero un día comprobó que el cerro, (que era de su tamaño), se redujo casi a la altura de sus hombros.
-¡Ladrones! ¡Alguien me ha robado!- gritó colérico y fue a castigar a los dos guardias que custodiaban la entrada de su dormitorio. Por más que los pobres guardias juraron que nadie ingresó allí, el rey no les creyó y los azotó terriblemente creyendo que se habían descuidado.
Al día siguiente puso cuatro nuevos guardias.
Como cada tarde, fue al campo a practicar con su ballesta. Con su puntería envidiable, mató varios loros y venados a cien metros de distancia.
Luego fue a la casa de un siervo violinista, para que tocara en su Palacio. Se sorprendió de que las paredes de la casa del violinista ya no eran de lata vieja sino de madera nueva y gruesa. Y la sorpresa fue mayor cuando notó que el resto de las casas de sus siervos también tenían esa misma renovación. Y se quedó boquiabierto cuando vio que ellos ya no vestían harapos sino ropa moderna y nueva.
-Aquí huele a gato encerrado- pensó, sospechando que el progreso de sus siervos, tenía que ver con el robo de su fortuna.
Pero al día siguiente casi se muere de la ira cuando vio que su cerro de monedas y joyas estaba más chico aún, casi a la altura de su ombligo.
-¡Ineptos, dejaron que me roben otra vez!- les gritó irritado a sus cuatro guardias y los azotó con más furia que a los anteriores.
Quiso ir al campo a advertir a sus siervos que si descubría que eran ellos los que le estaban robando, recibirían el peor de los castigos. Pero prefirió quedarse en Palacio por temor a que volviera el ladrón o los ladrones a ingresar al sótano.
Entonces, decidió ya no poner más guardias al ingreso de su dormitorio, porque pensaba que todos eran una sarta de villanos.
Antes de dormir, aseguró la puerta con dos barrotes de hierro y cuatro candados enormes. Su dormitorio carecía de ventanas, ante el temor que sus enemigos ingresaran por ellas y lo lastimaran.
-Aquí no entra ni un fantasma- dijo muy seguro, antes de echarse a dormir a medianoche.
Poco después, soñaba que su cerro de monedas y joyas llegaba hasta los mismos cielos.
Al amanecer, apenas se levantó, bajó al sótano para asegurarse que todo estaba en orden.
-¡No puede seeeeeerrrrrrr!- gritó enloquecido, jalándose los cabellos, cuando vio que su fortuna se había reducido más, casi a la altura de sus rodillas. Subió a su habitación y chequeó por todos lados. Por un rato observó el pequeño forado que hizo en uno de los rincones, al ras del suelo, para que entrara un poco de aire desde los jardínes.
-¿Acaso se metería el ladrón por ese hueco?”, se preguntó meditabundo.
-Baaah, qué tonto soy. Por allí con las justas entra una rata- dijo, luego de pensarlo bien, y dejó de atormentarse con el hueco.
Se convenció de que ésto era un asunto de brujería. Pensó que seguro algún envidioso rey vecino, se valía de algún brujo para robarle sus riquezas.
Entonces, hizo traer a la hechicera más famosa del reino para contraatacar al enemigo.
-Decídme, quién o quienes me están hurtando mis monedas y joyas y te recompensaré con el más valioso de mis diamantes- dijo, mientras mostraba la joya en las narices de la hechicera.
Ella puso un vaso sobre una mesa del comedor y lo llenó con su agua mágica. Por unos instantes contempló el líquido, para luego decirle al Rey:
-No puedo ver sus rostros, pero sé que son algo tuyo, de tu propia sangre. Quizás sean tus familiares.
-Pero es imposible que ingresen por ese hueco. Además, que yo sepa, no conozco ningún familiar- dijo el rey, perdiendo la paciencia.
- Solo sé que ellos son muy cercanos a ti- añadió la hechicera.
Luego de dar vueltas y vueltas por el comedor, finalmente el rey le ordenó:
-Atrapa a los rufianes y castígalos con el peor de tus hechizos, así sean mis familiares. Además del diamante, te regalaré cinco rubíes y diez brillantes.
La hechicera al ver las joyas sobre la mesa, sonrió dichosa.
-Los atraparé y los encerraré el La Celda de los Lamentos por cien años.
-¡Así sea!- dijo el rey Funaro, brindando ambos con sus vasos de cerveza.
Esa misma noche, la hechicera esperaba a los ladrones sentada sobre el cerrito de monedas y joyas.
Entonces, cuando vio a los ladrones bajar por la escalerilla, casi se desmaya de la impresión. Se tapó la boca para no gritar del espanto que le embargaba.
Los ladrones, haciendo a un lado a la hechicera, llenaron sus bolsas con las monedas y joyas y se las llevaron. La hechicera, curiosa, los persiguió por la escalerilla. El rey roncaba profundamente dormido. Los ladrones, cuidándose de no despertar al rey, sin hacer ruido vaciaron las monedas y joyas en la boca del pequeño hueco y las empujaron poco a poco, hasta sacarlas a los jardínes.
Volvieron a meter las monedas y joyas en sus bolsas y las llevaron rumbo al campo, donde los esperaban los siervos con alegría. Se las daban a ellos, para que construyan mejores casas, para que vistieran ropa digna, para que se alimentaran bien, en fin, para que disfrutaran una mejor vida.
-Esta riqueza es de esta misma gente que la generó, la que el rey les roba descaradamente- reflexionó la hechicera.
Y como tenía que cumplir con lo prometido, cerró los ojos para concentrarse e hizo volar a los ladrones por los cielos de la madrugada. Los mandó a La celda de los Lamentos.
Al amanecer, la hechicera ingresó al dormitorio del rey Funaro y lo despertó.
-Misión cumplida- dijo ella.
El rey quiso pararse, pero se horrorizó al no encontrar sus pies, ni tampoco sus manos. Entonces, dio un grito de terror tan descomunal que hasta sus mismos siervos lo escucharon a lo lejos y lloró inconsolablemente.
-¡¿Qué ha pasado, dónde están mis manos y mis pies!?- repetía balbuceando.
-Ellos eran los que te robaban y yo cumplí con tu deseo de castigarlos con el peor de mis hechizos. Fue usted muy injusto, rey Funaro, ¡qué se le va a hacer!- comentó con sinceridad la hechicera, quien nunca olvidaría la imágen de los pies que caminaban presurosos, llevando encima a las manos que sujetaban las bolsas con la riqueza.
Ya que el rey no podía levantarse para entregárselas, la misma hechicera fue al comedor a recoger las joyas de la recompensa.
Ahí mismo, el rey Funaro se murió de la pena, no tanto por la pérdida de sus propios ladrones, sino de saber que nunca más usaría su ballesta a falta de manos, ni bailaría los valses a falta de pies, durante cien años.

The Bronx, Junio 3, 2009

Friday, November 28, 2008

LA MOSCA NEWYORKINA


Erase una mosca distinta a todas las moscas del mundo, que pasaba sus cortos días, no en los basurales de la ciudad, sino en el más lujoso hotel de Nueva York. Una mosca muy lista, que astutamente evadía todos los controles de vigilancia para ingresar a los dormitorios y especialmente a la cocina. Y vaya que era de buen diente, pues no comía cualquier cosa, sino que, luego de olfatear bien los potajes del menú, escogía el plato más exquisito según ella. Y además, una mosca de exigentes oídos, pues todas las tardes, después del almuerzo, iba al salón de descanso de los turistas para deleitarse con el pianista que interpretaba música clásica. Y por si fuera poco, era una tremenda conchuda, porque solía dormir plácidamente sobre las tibias y confortables almohadas de las habitaciones más caras del hotel. Definitivamente, una mosca rarísima, de otra estirpe.
Mas, sucede que su presencia y su estilo de vida tan refinada fue descubierta por cocineros y huéspedes, y pusieron precio por su cabeza. Por todos los rincones del hotel empezaron a buscarla viva o muerta.
Fue así, que una noche, mientras escuchaba el dulce piano en el salón de descanso, se quedó dormida sobre un espejo que colgaba sobre la cabeza del pianista. El mayordomo del salón, luego de sorprenderla muy oronda en sus pacíficos sueños, cogió un matamoscas de plástico y le pegó fuertemente, sin poder matarla. Vio que la mosca huyó herida, dando tumbos por los aires, perdiéndose por los jardines interiores del hotel.
Allí estuvo escondida, entre las hojas de unos geranios, hasta que, a medianoche, voló en busca de una suave almohada para poder descansar sobre ella y reponerse del golpe recibido.
Pero apenas se internó a una habitación escogida al azar, le dio unos tremendos mareos y cayó dentro de una maleta abierta. El dueño de ésta no la vio, pues estaba de espaldas, desempacando unas cosas para meterlas dentro de la maleta abierta. El hombre estaba a punto de dejar el hotel para ir al aeropuerto.
Con la cabeza que le daba vueltas y con los ojos somnolientos, la mosca se preguntaba dónde había caído. Quiso levantar vuelo pero no tenía fuerzas. Se asustó cuando el hombre cerró la maleta y todo se oscureció. A los pocos minutos, el hombre subía a un avión.
Recién cuando escuchó el ruido de los motores, la mosca supo que estaba a bordo de un avión. En pleno vuelo, la mosca, ya con las energías recuperadas, no se cansó de caminar durante varias horas sobre objetos blandos y duros en medio de las tinieblas, buscando impaciente algún hueco por dónde escapar. De pronto notó que el ruido cesó y sintió que la zarandeaban. Y es que el viaje había terminado y el hombre, presuroso, retornaba a casa con la maleta pesada.
Entonces, apenas se abrió la maleta, la mosca salió disparada sin ser vista y se posó sobre el alféizar de una ventana.
-¡Esto no es Nueva York!- protestó sorprendida, cuando contempló desde allí a una ciudad desconocida.
No escuchaba el ruido de los trenes subterráneos, ni veía los espléndidos rascacielos, ni tampoco el mar con sus tiernos ferries que llevan a los turistas a conocer la Estatua de la Libertad. Aquella era una ciudad totalmente diferente a la suya, silenciosa y con casitas pobres, hechas de barro, y apenas se veía uno que otro carro destartalado circulando por los alrededores.
-¡Carambolas, a dónde vine a parar!- refunfuñó silenciosamente.
Aunque tenía un hambre terrible, no se atrevió a buscar comida en unos cilindros de basura que podía ver a cierta distancia. Orgullosa como ella sola, prefería morirse de hambre antes que comer del muladar.
A su pesar, renunció a la posibilidad de aventurarse a buscar comida suculenta, porque en ese lugar era imposible encontrar un hotel de la misma clase de su hotel de Nueva York. Pero como el hambre embestía y le exigía una solución immediata, no tuvo más remedio que pensar en buscar algo en la cocina de aquella casa donde había arribado. Quien sabe, pueda que por un milagro halláse algún plato de categoría.
Estaba a punto de dejar la ventana y meterse al interior, cuando de pronto vio que un enjambre de moscas salía de un cuarto y se dirigía a ella. La mosca, espantada y temerosa que le hicieran daño, huyó volando para afuera. La siguieron sin descanso un buen rato, hasta que la mosca no pudo resistir más la persecución. Agitada, se posó sobre unas maderas apolilladas de un solar deshabitado. La acorralaron como once moscas, todas ellas flacas y con sus caras feroces.
-¡Miren que mosca tan gorda!- comentó una de ellas.
-Sí, está bien papeada- dijo otra.
-Y no parece una de nosotras- añadió alguien.
Y efectivamente, la mosca newyorkina temblando del miedo, comprobó que esas moscas espantosas y escuálidas no se parecían para nada a ella.
-¿De dónde eres, princesita?- le preguntaron en tono de burla, pero ella permaneció en silencio, sin comprender el extraño idioma que le hablaban.
-Responde, malcriada- le ordenó una y empezó a cachetearla. Las demás también empezaron a golpearla y le exigían que las llevaran a donde comía, porque al parecer, allí se comía bien, por lo robusta que era y el buen semblante que mostraba.
La mosca newyorkina, entonces, se echó a llorar.
-Ya déjenla… Para mí que ésta no es de estos lares. Derrepente no nos entiende- dijo una de ellas y dejaron de maltratarla.
-Jajaja, debe ser una mosca gringa- habló otra, sin saber que decía la verdad.
Las moscas se retiraron y la mosca newyorkina se sintió más desamparada que nunca. ¡Cuánto añoraba su Nueva York en esas horas tan difíciles!
La noche la sorprendió dormida entre las maderas apolilladas, y cuando despertó, apenas divisó la tenue iluminación de esa ciudad que ya le causaba un miedo escalofriante. Quiso regresar a la casa del hombre que la trajo, pero no podía recordar el camino de regreso. Estaba en un verdadero callejón sin salida.
El hambre atroz empezaba a vencer su orgullo y se sintió tentada por deambular por los basurales cercanos. Entonces, contra su voluntad, escarbó en ellos y halló trozos de tomate podrido. La mosca que horas antes la había defendido, había regresado, y sin que la mosca newyorkina se diera cuenta, la estaba observando. Vio que ella se resistía a comer lo que encontraba.
-Estás que te mueres de hambre pero no te atreves a comer de allí- le dijo, haciendo una mueca de reprobación.
La mosca newyorkina dio unos pasos para atrás temiendo que le pegarían de nuevo.
-No tengas miedo, no te haré daño- dijo en tono amistoso la mosca buena. Y como sabía que la mosca newyorkina no le entendía, le extendió la mano para que tuviera confianza de sus buenas intenciones. Como en todo rincón del mundo, por fortuna, siempre no falta un corazón generoso, y esa mosca buena estaba dispuesta a ayudarla. Sabía que la mosca newyorkina era extranjera, y que la estaba pasando muy mal. Comprobando que no comía de la basura como las demás, le trajo un pedacito de pan con mermelada de naranja.
-¿Qué te crees, que sólo tú tienes buenos gustos? Ja,ja, yo también los tengo. Mira, te traje este manjar riquísimo que saqué de la casa de los más ricos de esta ciudad. Pruébalo- le invitó, y la mosca newyorkina, previamente oliendo por todos los costados, lamió la comida sin parar, con un apetito descomunal.
-I live in New York. I wanna get back to New York- le dijo en inglés a la mosca buena. Ella no entendió que la mosca newyorkina le decía que vivía en Nueva York y que quería regresar allá.
-¿Qué será “niuyor”?- se preguntaba la mosca buena cada vez que la mosca newyorkina le repetía lo mismo.
Toda la madrugada, la mosca buena, tratando de aliviar las penas de su amiga, se la pasó contándole con gestos muchas historias. Aunque a decir verdad, la mosca newyorkina no le entendía absolutamente nada, pero le agradecía en silencio su noble vocación de compañía y amistad.
Cuando sintieron frío, buscaron dónde calentarse. Quisieron refugiarse en alguna casa pero todas las ventanas de ese lugar estaban cerradas. Al poco rato se cubrieron con unos trapos que hallaron entre los basurales y se durmieron pacificamente. La mosca newyorkina soñaba con el retorno a su ciudad y la mosca buena, soñaba con bailar en la Luna.
Al amanecer, el ruido de un avión que sobrevolaba la ciudad las despertó. La mosca newyorkina lo miró con nostalgia, imaginándose a bordo de él, de regreso a su Nueva York amada.La mosca buena advirtió que los ojos de su amiga se le humedecían y que no perdía de vista al avión que se alejaba.
De pronto, soltando una risa estrepitosa, la mosca buena estalló en gritos que asustaron a la mosca newyorkina.
-¡Claro, cómo no lo pensé antes! ¡Vamos al aeropuerto! ¡ A volar de immediato!- dijo emocionada.
Y le hizo una seña para que la siguiera.

Aunque el aeropuerto estaba lejísimo, había que llegar a como dé lugar, aunque les costó frío, hambre, cansancio y también unas buenas trompadas con pandillas de moscas hostiles y mal educadas que encontaron por el camino. Y vaya que experta boxeadora resultó la mosca buena al defender a la mosca newyorkina de las moscas que la querían agredir. Se fajaba valientemente con más de veinte a la vez. La mosca newyorkina también tuvo que meter uno que otro golpe para ayudar a su amiga.
Al fin, cuando llegaron al aeropuerto, la mosca newyorkina deambuló entre las filas de gente, chequeando las etiquetas de las maletas. Se alegró cuando halló una fila de maletas con las etiquetas que decían que iban para Nueva York. Ansiosa, buscó entre las maletas algún hueco por donde meterse, pero no lo halló. Empezó a desesperarse cuando vio que la fila empezaba a moverse, avanzando los pasajeros por un pasadizo que conducía al avión. La mosca newyorkina no tuvo más remedio que meterse a uno de los bolsillos del saco de uno de los pasajeros. Pero antes, se despidió abrazando fuertemente a la mosca buena.
-Bye Bye, my good friend. Thanks for all- le dijo en inglés: “Adiós, mi buena amiga. Gracias por todo”.
-¡Adiós, mosca gringa, no te olvides de mí y mándame algún regalito!- le dijo risueña la mosca buena.
Al poco tiempo, la mosca viajaba radiante, acurrucada en el interior del bolsillo aterciopelado.
Horas después, cuando ya amanecía, se asomó a las ventanas del avión, justo cuando estaba por aterrizar a la ciudad. Estremecida por la emoción, vio desde las nubes, la inigualable hermosura de Manhattan. Allí estaban, el espléndido laberinto de sus rascacielos, el fresco verdor del Central Park, ese lápiz inmenso que es el Empire Estate, la imponente Estatua de la Libertad y esas dos hermanas bellas llamadas las Torres Gemelas.
Entonces, apenas se abrieron las puertas del avión, la mosca newyorkina salió volando rumbo a la estación de los trenes. Allí tomó el tren “A” que la llevó a su hotel que extrañó con tanto fervor.
Sus últimas horas las disfrutó comiendo los más deliciosos manjares, huyendo de los cocineros que iban rabiosos detrás de ella con sus despiadados matamoscas.
Se escondía en las habitaciones más caras para echarse una siesta, frente a las narices de los huéspedes, quienes, al despertar y verla muy fresca, patas arriba sobre los almohadones tibios, se levantaban furiosos para perseguirla y aplastarla con cualquier cosa.
Al caer la tarde, cansada de tanto huir, se posó sobre el espejo que colgaba sobre la cabeza del pianista que a esa hora interpretaba música de Beethoven. Cerró los ojos y movió su cabecita al compás de los celestiales y tiernos acordes del pianista. No tardó mucho de escuchar los pasos furibundos del mayordomo, que seguramente ya la había visto y venía con el matamoscas para desaparecerla. Pero la mosca no huyó y siguió con los ojos cerrados. Empezó a imaginarse como una directora de orquesta, meneando la batuta en una de sus patitas, dirigiendo sonriente el ultimo concierto de su vida.
Antes que se dejara aplastar por un cruel matamoscas, la mosca newyorkina se convenció que no había despedida más sublime, que irse de la vida, arrullado bajo las notas de la música que uno ama, y mejor aún, en la tierra que uno adora


Wednesday, April 16, 2008


LOS DEDOS REBELDES

Waldo andaba molesto con Ramid, porque éste se negaba a seguir su plan. Waldo era un dedo gordo de buen corazón y se lamentaba de ser parte de la mano derecha de Lázaro, un muchacho perverso que gustaba matar pajarillos a pedradas usando su honda.
-Debes ser valiente, Ramid. Hazlo por esos pobres animalitos. Mira, nos doblamos para abajo y nos mantenemos duros como dos rocas indomables. Ya Lázaro se cansará de intentar enderezarnos. Podemos resistir hasta que se rinda. ¿Qué dices? Vamos, hombre, sé valiente- proponía todos los días Waldo a Ramid, su vecino dedo índice.
Pero el miedoso de Ramid se negaba, bajando la cabeza.
-¿Y si nos pega?- decía, pensando que Lázaro era capaz de romperle los huesos de la cólera.
-¡Uuuuyyy! ¡Sigues con tu cobardía!... Bueno, allá tú. Yo ya veré cómo arreglo ésto. Mi conciencia me exige ya no ser cómplice de las crueldades de Lázaro- renegaba Waldo antes de dormirse.
Ya estaba harto de que todas las tardes Lázaro lo llevara al bosque y los utilizara a Ramid y a él para sujetar la honda que disparaba sus piedras asesinas.
Y para pesadumbre de Waldo, de todos los muchachos que iban con sus hondas, Lázaro era el que tenía más puntería.
-Pobres pajaritos, ya no enternecerán más al bosque con la dulzura de sus trinos- decía siempre Waldo, mirando con pena a los pajaritos muertos que no caían al suelo y quedaban atrapados en las ramas más altas de algún árbol.
Cual ágil trapecista de circo, con gran destreza, Lázaro subía a los árboles, trepándose de rama en rama, para bajar a los pajaritos. Luego los cocinaba y freía en casa y se los comía con sus amigos.
Hasta que una buena tarde, Waldo se armó de valor y se rebeló. No dejó que lo usaran para sujetar la honda. Se dobló para abajo y puso los músculos tiesos.
-¡Dedo del demonio, ¿qué tienes?!- le recriminó Lázaro, tratando de enderezarlo.
Pero Waldo mostró su espíritu combativo y no se dejó. Era toda una fiera. Estuvieron forcejeando buen rato, hasta que sucedió lo increíble. Tal como lo supuso Ramid, Lázaro empezó a maltratar a Waldo.
-¡Toma tu merecido, dedo insolente!- gritaba iracundo Lázaro, atacándolo con una piedra.
-¡Waldo, ríndete, amigo mío, ríndete!- le suplicaba Ramid, angustiado por la carita de sufrimiento del pobre Waldo.
Al final de la batalla, no fue Waldo quien se rindió, sino Lázaro, al no soportar el dolor que él mismo se causaba al tratar de hacerle daño a su dedo gordo.
Fatigado por la desigual lucha, Waldo se desmayó de tanta tortura recibida. Lázaro, al ver que su dedo gordo no reaccionaba, lo dejó en paz, creyendo que lo había partido.
Ramid, tratando de no llorar, abrazó a Waldo para consolarlo.
-Waldo, mi noble amigo, ya nos la pagará ese malvado, ya nos la pagará- le decía acariciándole la cabecita.
Luego, Lázaro se las arregló para seguir matando pajaritos. Ante la inutilidad de Waldo, lógicamente usó como pareja de Ramid, al dedo medio. Y vaya que le resultó un buen chico el reemplazante, pues esa tarde mató más pájaros de lo que pensaba.
-¡Fenomenal!. Este dedo medio me trajo más suerte que el malcriado del dedo gordo- comentó con una sonrisa maliciosa.
Waldo, despertó de su desmayo y vio los ojos malévolos de Lázaro que lo miraban. Cuando el muchacho lo agarró, Waldo no puso resistencia y se dejó enderezar. Aunque lucía débil, estaba dispuesto a seguir peleando si le obligara a usarlo para sus fechorías.
-Waldo, qué bueno que ya te recuperaste. Pensé lo peor- dijo Ramid, suspirando de alivio.
Lázaro comenzó a trepar el árbol para bajar a algunos pajarillos muertos. Como un Tarzán de la selva, avanzaba colgándose entre las ramas, hasta que quedó aferrado de la penúltima rama para descansar por unos segundos. Entonces, tomó aire, y calculando el impulso que iba a dar, voló hacia la rama final. En esos precisos momentos, Waldo, aún no recuperado del castigo reciente, volvió a desmayarse. Lázaro, sin el apoyo de Waldo que se había desvanecido, no pudo agarrar bien la última rama y cayó al vacío dando un alarido descomunal.
En plena caída, Ramid logró despertar a Waldo.
-¡Waldo, dóblate o nos matamos!- gritó, y ambos enroscaron sus huesos lo mejor que pudieron.
Entonces, Lázaro cayó dándose un golpe atroz contra el suelo.
A excepción de Waldo y Ramid, todos los dedos de las manos de Lázaro se fracturaron al procurar amortiguar la caída. Los huesos de sus brazos y piernas también quedaron maltrechos y lo llevaron moribundo e inconsciente a un hospital.
Dos días después, cuando al fin Lázaro pudo abrir los ojos, vio a su mano derecha enyesada y colgada frente a él. Le pareció ver que Waldo y Ramid tenían unos ojos tiernos que lo miraban muy preocupados. Se dio cuenta que solamente ellos habían sobrevivido al accidente, porque podían moverse. Los miró triste y arrepentido.
En ese momento entraron al cuarto el médico y la madre de Lázaro. Ella saltó de felicidad cuando vio a su hijo despierto.

-¡Mire, doctor, mueve dos de sus deditos!- dijo la madre contenta al notar que Waldo y Ramid se acariciaban una y otra vez para llamar la atención.
El médico cogió delicadamente a Waldo y a Ramid, y se sorprendió de que ambos estuvieran sanos y salvos.
-¡Qué bueno! Así Lázaro podría intentar escribirnos algo que sienta o desee!- dijo el médico, aún sin salir de su asombro.
Y acomodaron un lápiz entre los dos deditos sanos.
-¡Escríbenos algo, hijo mío, pide lo que quieras!- dijo emocionada la madre, sosteniendo un cuaderno frente a las narices de los buenos deditos.
Entonces, Lázaro, mirando con una leve sonrisa a Waldo y Ramid, y con la ayuda de ellos, fue escribiendo lentamente, letra por letra:
DEDITOS, PERDON POR HABER MATADO TANTOS PAJARITOS. NUNCA MAS LO HARE.
The Bronx, New York, Abril 16, 2008

Wednesday, December 26, 2007

EL TIO CHARLES


Al mediodía, las sirenas de las fábricas anuncian con sus ruidos desafinados que ha llegado el momento de una de las pocas cosas que los obreros han aprendido a querer con fervor: la hora del almuerzo. Con sus rostros sudorosos y risueños, miles de ellos dejan por unos minutos sus máquinas frías para saborear con deleite la comida caliente que le han traído sus madres, sus esposas o sus hijos.

A esa hora, respirando fatigado por el calor del verano, Raulito llega con el portaviandas a una fábrica de muebles donde su padre es empleado.

-¡Señor Harrington, ya llegó su sobrino!- grita el guardia de seguridad desde su torre de control.

De inmediato, un hombre gigantesco, rubio y obeso, sale de su oficina y va al portón de entrada con sus pasos de tortuga y recibe la comida que le ha enviado la madre de Raulito.

-¿Y qué hay hoy?- pregunta, secándose la frente sudorosa con su pañuelo azúl.

-Seco de pollo con frejoles, tío- responde Raulito, con una ligera sonrisa.

-Ummm....delicioso, magnífico, sobrino- dice el hombre, con una expresión de placer en su rostro, oliendo con los ojos cerrados el portaviandas. Y se despide de Raulito dándole unas palmaditas en la espalda.

El niño vuelve a casa silbando sus canciones favoritas y le cuenta a su madre lo contento que se puso su......."papá".

-¿Sí?, qué bueno, seguro que olió la comida- comentó ella, mientras planchaba la ropa.

-Sí, mami, como siempre, con los ojos cerrados- dijo Raulito, suspirando del alivio porque casi dice "tío" en vez de "papá".

Y es que nunca le dirá a su madre, que el señor Charles Harrington, su padre, desde hace tiempo le obliga a que le diga "tío' y no "papá". Eso pondría muy triste a su madre.

Todo empezó cuando un día Raulito llegó con el portaviandas a la fábrica y el guardia de seguridad le dijo que entrara y le indicó cómo llegar hasta la oficina del señor Charles Harrington, quien no podía salir porque le dolían las piernas.

Raulito por primera vez ingresó a la fábrica y se sorprendió de ver una infinidad de enormes tablas de madera por todos lados. Cruzó por el comedor donde comían decenas de obreros y llegó hasta la puerta de la amplia oficina donde su padre laboraba al lado de secretarias y empleados.

-Pasa, sobrino- le dijo entonces su padre. Y el muchacho, desconcertado porque su padre le dijo "sobrino", avanzó tímidamente hasta el escritorio de él para entregarle el portaviandas con la Papa a la Huancaína.

-Qué guapo tu sobrino, ¿cómo se llama?- dijo una de las secretarias de modales amables.

-Raúl, mi sobrino Raulito- dijo don Charles y le dijo muy bajito a los oídos de su hijo:

-No me digas "papá", por favor, o me despiden del trabajo. Aquí sólo permiten trabajar a hombres sin hijos, ¿entendiste?. No le cuentes de ésto a tu mamá.

Raulito asintió moviendo la cabeza y como buen niño educado, se despidió de todos dándoles su manito inocente. Y con la diafanidad de su tierna voz, le dijo obedientemente a su padre:

-Chau, tío Charles.

Desde entonces, así lo llamaba en las raras veces que entraba a la oficina. Pero se cuidaba de llamarlo asi delante de mamá. No queria verla triste de que sepa que su propio papá tenia verguenza de que él haya salido con el mismo color moreno de ella. Porque así se lo contó el guardia de seguridad, una noche que lo encontró un poco borracho por las calles de su barrio.

-Qué malo es tu padre. Decirte "sobrino", qué malo. Obligarte a que le digas "tío", qué malo. Solo porque eres negrito, qué malo- repetía el guardia, moviendo la cabeza en señal de reprobación.

Pero Raulito no se hacía bolas. A pesar de todo, y sin saber por qué, él quería a su padre. A pesar de saber que solo su mamá le compraba algún juguete, pero nunca su papá.

Raulito pasaba su tiempo soñando con viajar a la selva. Esa selva que veía en las fotos de sus libros. Esa jungla llena de animales que aún no conocía. Conocer leones, gorilas, serpientes, jirafas, elefantes, ¡uaau!, eso era lo que deseaba.

Y cuánta alegría sintió cuando una noche escuchó a su padre comentarle a su madre que viajaría a la selva al día siguiente para traer madera con el camión de la fábrica. Esa era su gran oportunidad. Apenas su padre terminó de hablar a su madre, se lanzó a los pies de él y le rogó que lo llevara a la selva.

-He sacado las mejores notas en la escuela y además, siempre he sido...obediente contigo...papá.

Pero, por más consideraciones que le expuso e insinuó, su padre se negó.

-Es todo un día de viaje, un viaje largo y agotador, y sumamente peligroso- dijo finalmente su padre antes de irse a dormir, dejando a Raulito apenado, quien buscó consuelo en las faldas de su madre.

Al mediodía siguiente, don Charles Harrington, tres obreros y el chofer salían con el inmenso camión de la fábrica rumbo a la selva. Al anochecer, cuando atravezaban las cumbres de las serranías, tuvieron que tomar harto café para calentarse del frío que hacía por allí. Para don Charles, era la primera vez que viajaba a la selva. Aunque sabía que allí no existían esos animales con los que soñaba Raulito, sintió un raro deseo de encontrarse con un gorila. Pensó en Raulito y se lamentó de no haberlo traído. El muchacho que era tan obediente...
A medianoche, él y los tres obreros, dormían plácidamente. Toda la madrugada el chofer tuvo que soportar los atronadores ronquidos de ellos.
-¡Selva a la vista!- exclamó el chofer poco despues del amanecer y todos contemplaron desde lo alto de una montaña, a muchos kilómetros, la verdosa majestuosidad de la selva.
Una cabecita asomó, entonces, bajo el toldo amarillo que cubría la parte trasera del trailer. Era Raulito, que se las arregló para meterse al vehículo sin que nadie lo descubriera. No iba a desperdiciar la oportunidad de conocer la selva y se arriesgó a colarse detrás del trailer. Si no era ahora, ¿cuándo sería?, quizás nunca.
Impaciente, quiso también ser testigo de esa visión fantástica. A lo lejos se veían tan pequeñitos aquellos árboles monumentales y milenarios. Se emocionó de pensar que ya pronto conocería también a los rinocerontes, a las panteras, a las anacondas. Luego, escondió la cabeza para que nadie lo descubriera.
Al poco tiempo, supo que ya estaban cerca de la selva por el bullicio de los pájaros cantores. Estaba saltando de la alegría, cuando de pronto, escuchó el ruido ensordecedor de los frenos del camión que querían detener el vehículo y no lo conseguían. Entonces, todo empezó a dar vueltas y vueltas. Entre los gritos de espanto de los pasajeros, reconoció los de su padre. Raulito se aferró a una baranda metálica hasta que terminó la volcadura.Todo era silencio. Callaron los pájaros, seguramente asustados.
Raulito, felizmente con apenas algunos rasguños en un brazo, salió arrastrándose y vió al camión volteado patas arriba a orillas de un río.
-¡Ayúdame, hijo mío!- dijo una voz que le sonó hondamente hermosa a los oídos de Raulito. Era su padre solicitándole auxilio. Y qué bello era escuchar que le dijera "hijo" y no "sobrino".
Presuroso, abrió como pudo una de las puertas laterales, sacó a su padre que tenía la cabeza ensangrentada y lo echó sobre el suelo pedroso y húmedo. Vio que el chofer y los tres obreros yacían inconscientes dentro del camión.
Su padre quiso decirle algo pero no le salían las palabras. Algo ocurriría en su cerebro que se quedó mudo.
-¡Voy a buscar a alguien para que nos ayude! ¡Vuelvo enseguida!- dijo Raulito y empezó a trepar el barranco de diez metros de altura por donde cayeron. Al llegar a la pista, volteó para observar a su padre y vio horrorizado que un cocodrilo salía del río, con las intenciones de acercarse hacia don Charles.
-¡Noooooooo! ¡Largo de allííí!- gritó Raulito y bajó desesperado por el barranco. Agarró unas piedras enormes y escudando a su padre, las lanzó contra la cabeza del animal. Este retrocedió algo y de inmediato quiso avalanzarse hacia ellos. Pero una lluvia de piedras lo hizo retroceder otra vez.
¡Fuera de aquí, salvaje, nadie le hará daño a mi padre!- gritó Raulito al cocodrilo, amanazándolo con una varilla de acero que encontró entre las llantas del trailer.
Raulito, astutamente, procuró llevarse al animal a otra parte para poner a salvo a su padre. Corrió hacia unas rocas y desde allí lo provocó.
-¡Ven aquí, rufián, ven que no te tengo miedo!- gritó y el cocodrilo se lanzó hacia él. Estuvo a punto de morderlo, pero un certero varillazo en el hocico lo detuvo. El animal rugió de la rabia.
Don Charles, respirando como un moribundo y con los ojos brillosos, aplaudía en silencio la valientía de su hijo, peleando como un guerrero contra ese animal para salvarle la vida. Y pensar que él fue tan.... y pensar que él..... Cerró los ojos de la vergüenza y sintió una patada en el alma.
De pronto, la policía llegó al lugar y disparó al aire. El cocodrilo, despavorido, se escondió en su río de siempre.
Los policías examinaron a don Charles y a los demás heridos, y por radio llamaron a una ambulancia.
-¡Caray, pero qué coraje que tienes, muchachito, para enfrentar a ese animalazo!- dijo uno de los policías, tomando el hombro de Raulito.
El muchacho se arrodilló al lado de su padre y sus labios se tiñeron de sangre cuando le besó la frente.
-Nadie te hará daño, siempre te defenderé, siempre- dijo Raulito y vio que los ojos tristes de su padre se ahogaban de lágrimas.
-¿Usted no puede hablar?- preguntó otro de los policías a Don Charles.
El trató de sacudir la cabeza para responder que "no".
-¿Qué es él de ti?- preguntó curioso el jefe de los policías a Raulito, al ver que el muchacho abrazaba con mucho cariño al hombre obeso y rubio.
Entonces, don Charles quería morirse en el instante que escuchó la respuesta de su hijo. Quería cerrar los ojos para siempre y quemarse en el mismo infierno por lo malo que fue. Por ese tonto orgullo de sentirse "blanco" y por haber despreciado a su propio hijo por el color de su piel. Deseaba que la tierra se lo tragara por ese podrido corazón que escondía tras ese pecho grasoso.
-Mi tío. Mi tío Charles- había respondido fiel y amorosamente, Raulito.
The Bronx, New York, Abril 8, 2008