Wednesday, May 23, 2007

LAS MENTIRAS DE LUCIANO
Luciano era un caballo feliz a pesar que no tenía una oreja, un ojo y su cola. Desde que conoció al pato Filiberto, Luciano había vuelto a sonreir a la vida. Filiberto era pintor, y a Luciano le encantaba los cuadros raros que pintaba aquél: árboles que bailaban sobre las nubes, barcos llenos de manos o un sol triste en plena noche, y disfrutaba de la música de violines que ponía su amigo en el tocadiscos. Vivían juntos en las orillas de un río.
Pero, ¿por qué Luciano no tenía esas partes de su cuerpo?
Pues, todo empezó por culpa de una mentira suya, la más trágica de todas. Luciano tenía la manía de mentir por gusto. Durante mucho tiempo tuvo suerte que sus mentiras no lastimaran a nadie. Pero esa suerte se acabó una mañana cuando un caballo forastero le preguntó por dónde se iba hacia el mar. Luciano, en vez de responder que era por el Este, le mintio diciéndole que era por el Norte, sin saber lo que iba a ocurrir. El pobre caballo forastero, muy obediente, a los pocos metros cayó a un hoyo profundo, se rompió las patas y las costillas y a las pocas horas murió.
Luciano, asustado y arrepentido, fue a su establo a dormir para olvidarse de lo sucedido. Pero allí lo esperaba un Caballo Brujo para castigarlo con un hechizo tenebroso.
-Por tu maldad, a partir de hoy, por cada mentira que digas perderás una parte de tu cuerpo. Por ahora perdiste tu cola- dijo el Caballo Brujo y desapareció haciéndose humo.
Luciano se miró en el espejo y casi llora al ya no ver su cola, su hermosa cola larga que tanto admiraban todos en la aldea.
Por varios días no quiso salir de su establo por la verguenza que lo vieran sin su cola. Pero finalmente lo tuvo que hacer para conseguir sus alimentos y para asearse en un lago.
Cuando sus vecinos le preguntaron por su cola, casi miente al decir que se la cortó porque pesaba mucho, pero felizmente se acordó del hechizo que llevaba encima. Tuvo que confesar la verdad y todos se enteraron del castigo que el Caballo Brujo le impuso.
Desde entonces, pasó mucho tiempo cuidándose de mentir. Cuando le preguntaban algo, cerraba los ojos para concentrarse y respondía adecuadamente.
Pero una noche, al regresar a casa, vio que un zorro se metía a su establo.
-Te lo suplico, Luciano, déjame esconderme hasta que se vaya la Policía. Me meterán preso 20 años si me atrapan- le dijo el zorro asustado, y apenas terminó de hablar, llegaron tres policías y le preguntaron a Luciano que estaba en la puerta de su establo, si había visto a un zorro ladrón que andaba robándose los melocotones y las uvas de la aldea.
Tan confundido estaba en ese momento Luciano, que sólo sintió pena que encarcelaran tantos años al pobre zorro.
-No, no lo he visto- dijo, y los policías se fueron. Al instante, Luciano se dió cuenta de su error. Había mentido inocentemente.
-¡Oh, no!- dijo lamentándose y bajó la cabeza. Se miró en el espejo y ya no tenía una oreja.
Triste y avergonzado de no tener su cola y una oreja, Luciano no salió de su establo muchos días, hasta que nuevamente el hambre y el aseo lo obligaron a salir.
Pasaron muchos, muchos meses sin que Luciano dijera una mentira. Tenía tanto terror de mentir que llegó a pensar en taparse la boca con algo para siempre. Pero no lo hizo porque le gustaba cantar cuando se bañaba.
Una tarde que cabalgaba para traer leña, olió algo tan delicioso que se detuvo. Buscó de dónde provenía ese olor y encontró detrás de unas rocas a un osito, preparando una ensalada de alfalfa con mucho kepchup y mayonesa. El osito cargaba una mochila con sus cuadernos y libros.
-¿Me invitas un poquito de tu ensalada tan rica?- dijo Luciano, sin dejar de respirar largamente aquel olor tan agradable.
Y comieron con tanto placer ambos, que cuando terminaron decidieron hacer otra fuente de ensalada.
Justo en el momento en que estaban picando el pasto y la alfalfa, escucharon unos pasos que se acercaban. El osito se escondió detrás de unos arbustos y Luciano vio aparecer a un oso enorme con una correa gruesa en las manos.
-Oiga, ¿ha visto a un osito por esta zona? Es mi hijo, desde hace una semana no va a la escuela. Ahhhhhh, pero los correazos que le daré cuando lo vea- dijo el oso con cara molesta.
Y otra vez Luciano, por buena gente cometió otro error. Lo primero que se le ocurrió fue salvar a su amigo de los correazos, olvidándose del hechizo que lo amenazaba.
-Si, lo vi hace como una hora, se fué por allá- dijo señalando a un camino empedrado.
De pronto, puso una cara de espanto al saber de su error. Otra mentira más sin querer. ¿Qué perdería ahora?. Tristísimo, bajó la mirada por un rato y cuando la levantó, se dió cuenta que sólo veía la mitad de lo normal. Sí, había perdido un ojo. Casi llora. Esperó la noche para que nadie lo viera llegar a casa sin su ojo derecho.
Se encerró más tiempo que la vez anterior. Y cuando volvió a salir, vencido por el hambre, ahí sí que empezaron los problemas. Sus vecinos ya no lo querían tener en la aldea. En realidad, sin un ojo, sin una oreja y sin su cola, a muchos les daba miedo.
-Váyase, Luciano, que usted asusta mucho a nuestros pequeños hijos, tanto que ya ni quieren salir- le decían a diario, hasta que el caballo buscó un lugar para mudarse.
Cabalgó hasta las afueras de la aldea, y a las orillas de un río, vio a un pato que pintaba cosas extrañas, pero hermosas. Era Filiberto, y desde entonces se hicieron grandes amigos. Luciano construyó su nuevo establo junto a la casa de Filberto y volvió a ser feliz con la agradable compañía de su nuevo amigo.
-Te dibujo, Luciano, quiero tener un recuerdo tuyo, quizás alguna vez te marches de aquí- le dijo cierta vez Filiberto, pero Luciano se negó totalmente.
-Sin mi cola, sin mi oreja y sin mi ojo, imposible, dibujarías a un monstruo- dijo apenado Luciano.
-Te dibujaré con todas esas partes, tal como eras antes. Además, eres un caballo bello- dijo Filiberto, tratando de darle ánimo.
-No es igual, nunca sería igual- dijo y luego, se enternecieron al escuchar las bellas y románticas melodías de los violines de una música de Chopin.
Al día siguiente, Luciano regresó a la aldea para sacar un martillo que olvidó en su viejo establo.
En el camino, vio que todos sus antiguos vecinos se escondían asustados en unas cuevas. Huían de unos cazadores de animales que deseaban llevárselos a los zoológicos y circos de la ciudad.
Escuchó unos ruidos de motores que se aproximaban y de pronto se aparecieron varios camiones que se acercaron a él. Bajó un hombre con un sombrero gigantesco para cubrirse del sol y con una escopeta en las manos. Al ver a Luciano sin su cola, sin una oreja y sin un ojo, tuvo un poco de temor, pero tuvo valor para preguntar.
-Diganos, ¿ningún animal vive en esta aldea?... Qué raro, no encontramos a nadie, nos dijeron que aquí vivían muchos- dijo con cara de asombro.
Esta vez, sí tuvo en cuenta las consecuencias de una mentira más. Y no tuvo miedo al saber que iba a mentir. Preferiría perder una parte más de su cuerpo a que todos esos animales fueran infelices lejos de su hogar.
Pero antes de mentir le rogó con toda el alma al Caballo Brujo que si le iba a quitar una pierna, que lo haga cuando llegue a casa de Filiberto.
-Ayer vinieron otros cazadores y se los llevaron a todos- respondió sin temblar al hombre. Apenas mintió, empezó a correr y correr lo más rápido posible antes que el hechizo le ganara. Después de algunos minutos de cabalgar como un rayo, se alegró de aún tener sus cuatro patas. Cuando vio a Filiberto a lo lejos, sonrió tanto como nunca lo había hecho.
Luciano se desplomó cansado a los pies de Filiberto y agradeció al Caballo Brujo por no arrancarle una pierna en el trayecto.
Mientras Luciano tomaba el agua que le trajo Filiberto, esperó resignado a que el hechizo se cumpliera. Estaría tranquilo, echadito sobre un gras tierno, viendo los nuevos cuadros que habia pintado su gran amigo, a quien quería como a un hermano.
Esperando perder una de sus piernas en cualquier momento, se quedó dormido con una cara sonriente.
Al despertar a las pocas horas, Filiberto le dijo que se preparara para ver el cuadro que estaba tapado con una tela blanca.
-Te pinté mientras dormías- dijo Filiberto.
-¡Nooo! ¡¿Por qué hiciste éso?! ¡Ahora que perdí una pierna soy más horrible que nunca!- dijo equivocadamente Luciano y se miró la piernas. Las contó. Contó cuatro piernas bien puestas. Incrédulo, las volvió a contar, hasta convencerse que no había perdido ninguna.
Entonces, Filiberto descubrió el cuadro y apareció pintado el caballo más bello del mundo: un caballo de pelaje negro brilloso, con sus dos enormes orejas, con sus dos ojos soñadores y esa cola larguísima y abundante.
-Tienes mucha imaginación, soy yo antes de las mentiras- dijo Luciano, mirando con nostalgia el cuadro donde él aparecía completo.
-No, Luciano, te pinté tal como eres ahora. Eres tú, Luciano. El Caballo Brujo te ha premiado por tu bondad- dijo Filiberto y le trajo un espejo.
Luciano, entonces, al verse frente a él, lloró de felicidad cuando vio que su cola, su oreja y su ojo ya estaban de regreso.
Relinchó de alegría con todas sus fuerzas y fué a perderse emocionado por todo el valle henchido de sol. Y Cabalgó, cabalgó tanto Luciano....
New York, Junio 10, 2007

Wednesday, May 16, 2007


ZAPATOS QUERIDOS

Una mañana sin sol, Don Genaro fue a la bodega de la esquina y preguntó por el resultado de la Lotería. Cuando le mostraron el número ganador en una pantallita electrónica, se quedó mudo. No lo podía creer. Varias veces comparó el número de su boleto con el de la pantallita, hasta convencerse que era ¡millonario!.
Apenas recibió todos sus millones, se preguntó qué haría con tanto dinero.
-Ya estoy viejo, ésto es demasiado para mi.
Y luego de pensarlo bien, regaló la mitad de su fortuna a las Casas Benéficas que alimentaban a los niños huérfanos del país, y con el resto, se compró una casa enorme, autos, muebles, artefactos, ropa y guardó en el Banco dinero suficiente para vivir sin trabajar por el resto de sus días.
Por último, entró a una zapatería y salió cargando una decena de zapatos finos y llevaba puestos un par de elegantes botas de charol negro. Y enceguecido quizás, por tan radical cambio de vida, tiró sus zapatos viejos al basurero de la calle.
Por la noche, luego de obsequiar regalos a sus familiares y a sus mejores amigos, decidió dormir por última vez en la casita humilde donde vivió desde niño, antes de mudarse a la nueva.
Al amanecer, después de roncar de lo más bien, tuvo ganas de ir al baño. Bajó de la cama aún con sueño y buscó algo en el suelo. Refunfuñó al no encontrar lo que buscaba. Luego, buscó por entre las demás cosas del cuarto, pero nada. Estaba a punto de ir a la cocina a seguir buscando, cuando de pronto, recién se dió cuenta de algo. Entonces, se sentó al borde de la cama y empezó a llorar como un niño.
-¡Mis zapatos! ¡Qué malo fui con ellos!- se lamentaba entre sollozos, jalándose los cabellos por su ingratitud.
Recordó que echó sus zapatos viejos a un basurero. Un remordimiento intenso empezó a azotarle su corazón, pues aquellos buenos zapatos le duraron más de treinta años y lo acompañaron fielmente a caminar medio país para vender sus telas.
De inmediato, fue hacia el basurero donde los había echado y se lamentó de encontrarlo vacío. Averiguó que la basura de ése lugar se lo llevaban a un puerto lejano y fué hasta allí. En el puerto, le dijeron que en la madrugada vino un barco australiano y se llevó toda la basura.
Desde entonces, ¿qué no hizo Don Genaro por recuperar sus zapatos viejos?
Viajó a la capital de Australia y ofreció una recompensa grande a quien le informe a qué zona australiana traen la basura de su ciudad.
Al día siguiente una señora lo llamó a su celular que le costó carísimo y le indicó el lugar donde traían la basura . Don Genaro, luego de depositar un giro a la cuenta bancaria de la señora, fue volando hasta ése lugar y pagó mucho dinero a unos muchachos para busquen sus zapatos entre los cerros de basurales. Para mala suerte, luego de escarbar muchas horas, no lograron hallarlos.
-Lo más seguro es que un zapatero se los llevó. Viene todos los días a buscar zapatos en la basura- le confesó una chica y le cobró por decirle dónde vivía el zapatero. De inmediato Don Genaro fue allí y el zapatero le hizo ver los zapatos que había encontrado por la mañana. Don Genaro buscó ansioso entre los 20 pares de zapatos que estaban puestos sobre una mesa larga.
-Nada. No son ninguno de ellos- dijo cabizbajo, el anciano.
-Entonces son ésos zapatos feos que los tiré a la basura que se la llevó un barco italiano- dijo el zapatero, lustrando unos zapatos marrones.
-¡Mis zapatos son los más bellos de la Tierra!- protestó Don Genaro y a las pocas horas ya estaba viajando a Italia.
Luego de recorrer muchas ciudades italianas, al fin halló el lugar donde llegaba aquel barco. Allí le dijeron, que unos niños habían vendido a un ropavejero todos los zapatos que encontraron en un basural. Fue a la casa de él, y para mala suerte se enteró que un coleccionista egipcio los había comprado.
Al día siguiente ya estaba en Egipto, rogando a los faraones que lo ayuden a encontrar sus zapatos.
Y así, meses después de buscar por medio mundo, todo el dinero que había guardado en el Banco, se lo fue gastando en aviones, trenes, taxis, residir en hoteles, en avisos en la televisión, periódicos y radios de los cinco continentes, en celulares, en información que le daban muchas personas, etc, etc.
Y llegó a gastar tanto, que tuvo la necesidad de vender la casa enorme que había comprado, vender sus muebles, sus autos, sus artefactos, su ropa y sus juegos de zapatos finos.
Una tarde, cansado de tanto de buscar por todas partes, se sentó en un parque de una ciudad de la China, y luego de pensarlo largamente, decidió renunciar a todo y volverse a su casa. Además, asi como iban las cosas, muy pronto se quedaría sin dinero.
Estaba caminando hacia una agencia para comprar el pasaje de regreso a su ciudad, cuando de pronto, alguien lo llamó a su celular y le dijo que sus zapatos los tenía un loco de un manicomio holandés. Le dió el nombre del loco. El anciano dudó que la información fuera verdadera porque ya estaba harto de que muchas personas le dieran malos datos. Pero cuando le describieron cómo eran sus zapatos, abrió los ojazos y sonrió ampliamente.
-Además, en el interior del zapato derecho hay una calcomanía pequeñita con el dibujo de un barco pirata- añadió serenamente el informante.
-¡Síííííí!- exclamó el anciano, recordando que había puesto ésa calcomanía muchísimos años atrás. El dato fue tan certero y contundente que ésa misma tarde viajó a Holanda.
En el manicomio, con ayuda de unos empleados, buscaron al loco entre tantos locos que se paseaban por los jardines. Lo hallaron sentadito, al lado de un árbol, con los zapatos viejos bien puestos.
-Te regalo ésta pelota si me das tus zapatos- le dijo un enfermero con cuello de jirafa.
El loco se negó a entregar los zapatos y puso una mala cara.
-Te doy ésta pelota y ésta radio para escuches música- insistó el hombre.
Pero el loco estaba decidido a no soltarlos ni por todo el tesoro del mundo.
Entonces, ante la terquedad del loco, esperaron la noche para que se durmiera. Sólo así, pudo Don Genaro sacárselos delicadamente al loco sin despertarlo y al fin recuperar sus zapatos viejos.
-Mis buenos zapatos, mis zapatos queridos...- dijo entre lágrimas, abrazando a sus zapatos.
A ésas alturas, con las justas tenía dinero para el avión de regreso.
A la mañana siguiente, con sus amados zapatos puestos, pisó Lima pero con unos pocos centavos que no alcanzó para tomar el colectivo.
Regresó a pie a casa, feliz de andar con ellos horas de horas, sin importarle el sol asfixiante que lo hacía sudar mucho.
-Prepárense que a partir de mañana andaremos por todo el país. Me han pedido mucha tela en muchas ciudades- dijo, sin parar de conversar a sus zapatos, como si ellos lo oyeran.
Por la noche, cuando llegó a casa, se bañó, tomó un caldo de verduras y se echó en su cama, sin parar de conversar animadamente a sus zapatos. Minutos después, sus ojos fueron cerrándose poco a poco hasta quedarse dormido profundamente.
Pero al rato despertó alarmado por una pesadilla, en la que soñó que alguien le había robado sus zapatos. En medio de las tinieblas del cuarto, se arrimó al filo de la cama y estiró un brazo al suelo. Tanteó un instante y entonces, sonrió enormemente cuando sus dedos arrugados sintieron la superficie del cuero viejo y agrietado de sus zapatos. Y de tanto acariciarlos, se volvió a dormir con la misma inocencia con la que se duermen los niños con sus juguetes entre los brazos.
New York, Mayo 17, 2007