Monday, November 30, 2009

EL SOLDADITO LOCO




Los trajeron metidos en una caja de lata, envuelta ésta con un papel de regalo equivocado, pues en él había un lema que decía: “Paz en la Tierra”.
Los doce soldaditos eran el carísimo premio que su padre le pudo comprar con mucho esfuerzo a Javier, por haber terminado con buenas notas su primaria.

Impaciente, el muchacho abrió la caja y puso a todos los soldaditos en el piso de madera de la sala. Al accionar el control remoto, los vio marchar a paso sincronizado, todos con sus caras furiosas y sus amenazantes metralletas en guardia, girando sus cabecitas de un lado para el otro, como buscando al enemigo por los alrededores. Entonces, el cuarto no tardó de estremecerse con el bullicio ensordecedor de los disparos. Al acecho del rival, todos los soldaditos ingresaron a la cocina, pero menos uno, que se quedó dando vueltas entre los muebles de la sala sin haber hecho un solo disparo.

-Ese soldadito parece que vino fallado- dijo el padre y cogió al muñequito defectuoso. Lo observó de pies a cabeza y lo sacudió con fuerza para ver si lo arreglaba. Pero nada. El soldadito seguía dando vueltas como loquito sin querer disparar.

-Ni hablar. Mañana iré a la fábrica para cambiarlo por otro- dijo el padre y fue a su cuarto a leer un libro.

Mientras, Javier pasaba la noche sorprendiéndose de las rarezas del soldadito y celebrando sus ocurrencias. Ya no le interesó el resto de soldaditos que seguían disparando sin cesar por todos los rincones de la casa.

-Eres el soldadito más extraño que he visto- dijo Javier, cuando lo vio detenerse frente a un espejo para mirarse fijamente.

El chico no pudo darse cuenta que en la mirada del soldadito había una enojo tremendo de verse cogiendo su metralleta en posición de ataque y con las granadas amarradas en su cintura. Solo notó que sus ojitos eran de color rojizo, distinto a los demás que los tenían azules.

-¿Te gustan las flores?- le dijo muchacho al soldadito, cuando éste detuvo su marcha para observar las rosas, las margaritas y los claveles a través de la puerta de vidrio transparente que conducía al jardín. Javier lo dejó pasar, y el soldadito, luego de respirar satisfecho la fragancia de las plantas, fue a echarse a los pies de un pequeño árbol.

-Habrás venido de un largo viaje. Estarás cansado, duérmete un rato- le dijo Javier y se sentó al lado de él. El soldadito, boca arriba, con la incómoda metralleta que no podia evitar que apuntara a la pacífica luna, cerró sus ojos por unos instantes. Se imaginó bailando con una escoba en la misma luna. Luego se levantó para ir a un caño que estaba instalado en la parte baja de una pared del jardín.

-¿Tienes sed, verdad?- preguntó Javier y abrió el caño para darle de beber. Pero el soldadito no solo tenía sed sino también mucho calor. Se puso debajo del caño y se dió un duchazo ante la risa incontenible de Javier.

-¡De veras eres un soldadito loco!- repetía alborozado el niño, mientras el soldadito seguía remojándose dichoso. Poco después, Javier, presuroso, tuvo que secarlo con una toalla al verlo tiritar de frío. Al pobre soldadito se le pasó la mano en la bañada.

Cuando regresaban a la sala, el soldadito se encontró cara a cara con los demás soldaditos. Ellos dejaron de disparar y lo miraron con cara de pocos amigos por haberlos abandonado. Le mostraron los feos cañones de sus metralletas, listas para desaparecerlo por desertor. El soldadito no se intimidó, y mirándoles con fiereza, también los apuntó desafiante, orgulloso de no acompañar a esos carniceros, según él. Entonces, Javier apagó el control remoto para evitar un mortal combate.

En esos momentos el padre de Javier le ordenó que se vaya a acostar porque ya era tarde. El niño, entonces, fue a su cuarto dejando, frente a frente, al soldadito contra sus enemigos.

A la mañana siguiente, sin saber que Javier se había encariñado mucho con el soldadito, el padre lo agarró y lo llevó a la fábrica donde lo compró para cambiarlo por otro. Allí, luego que los técnicos comprobaron que el soldadito no había nacido para la guerra, lo echaron al tacho de basura. Le dieron al hombre un soldadito nuevo que sí disparaba muy bien, y para compensar la molestia que le causaron por el error de fabricación, le ofrecieron regalarle un juego de Cazadores de Leones que estaría listo para el próximo día.

Cuando Javier vio a su padre regresar y supo lo que él había hecho, rompió a llorar amargamente. Quería a toda costa a su soldadito querido de vuelta a casa, y que no quería a ese soldadito nuevo que trajo. Y su padre que le decía que era imposible, que al soldadito lo echaron al basural, y que además, ¿para qué quería a un soldadito malogrado?. Y el niño, inconsolable en su llanto, que le respondía que era el mejor soldadito que había conocido en su corta vida. Y el padre que le acariciaba sus cabellos, esperanzado que con el juego de Cazadores de Leones que traería mañana se iría la tristeza del muchacho.

En tanto, el soldadito se durmió triste en el tacho de basura. Casi a medianoche, despertó por unos rugidos. Con cuidado, abrió la tapa del tacho y asomó la cabeza. Vio que un técnico de la fábrica probaba con su control remoto, a unos muñequitos que, con sus redes, atrapaban a salvajes leoncitos de madera. Era el juego que recogió y llevó a casa el padre de Javier al medio día siguiente.

-¡Javier, mira lo que traje! ¡Unos cazadores de leones que te gustará!- llamó el padre al muchacho, quien, sin mucho entusiasmo, puso las piezas del juego sobre el piso de la sala para operarlo.

Toda la tarde , aún con la pena por el amigo ausente, Javier se consoló viendo lo bien que los seis cazadores atrapaban a los seis gruñones leoncitos, mientras su padre se divertía viendo a los soldaditos disparando por todos lados.

Al anochecer, Javier y su padre apagaron sus juegos para echarse una siesta sobre el piso de la sala.

Al rato, unos disparos despertaron a Javier. La puerta de la calle estaba sospechosamente abierta y los soldaditos misteriosamente habían desaparecido de la sala. Cuando Javier salió a la calle no pudo creer lo que empezó a ver: un cazador arrastraba con su red a un soldadito que le disparaba (con mala puntería) para no ser capturado. Con gran esfuerzo lo metía en un caja de cartón estacionado en la orilla de una acequia y en el cual yacían prisioneros los demás soldaditos.

-¿Quién eres? ¿Qué haces?- preguntó en voz alta Javier. Entonces, cuando el cazador volteó, Javier le reconoció por los ojitos rojizos.

-¡Tú, mi amigo soldadito! ¡Volviste!- gritó emocionado el niño. El soldadito, mostrando una sonrisa enorme, empujó la caja con los soldaditos hacia las aguas de la acequia. Le iba a contar a Javier que antes que su padre le llevara el juego de Los Cazadores de Leones, había sacado de la caja a uno de los cazadores para meterse él en su lugar, y así, volver y cazar uno a uno a esos once soldaditos carniceros para botarlos de la casa.

Pero el barro de la orilla, hizo que el soldadito resbalara y cayera en la acequia. Javier, desesperado llamó gritando a su padre para que salvara a su amigo. Cuando el hombre llegó a la escena, ya era tarde. La fuerte corriente se llevaba al soldadito, que a lo lejos, entre las tinieblas de la noche, agitaba sus manitos como despidiéndose de Javier que sentía una herida profunda en el corazón.

Desde entonces, hasta ahora que ya es un adulto, Javier cada vez que pasa por una juguetería, ingresa en ella y, disimuladamente, cuidándose de que nadie lo vea, saca las armas de todos los soldaditos que encuentre y los echa a la basura, sabiendo que su inolvidable amigo, el soldadito loco, se pondría contento donde quiera que esté.



New York, Noviembre 29, 2009