Thursday, March 22, 2007


EL TREN DE LOS CANSADOS


¡Uy, miren arriba!- pasa la voz un turista a todo el mundo. 

Y es que por los aires de Nueva York vuelan muchas cosas, cientos de cosas... ¿Qué son, qué serán?. Se asusta un cartero, se pone serio un policía, jajaja, ríen los escolares. ¿De dónde vienen, de dónde salen esas cosas? ¡Qué confusión en la ciudad!. Vuelan autos, edificios, teléfonos, pelotas, libros, radios, computadoras, ropa y muchas otras cosas.

-¡Vean, vean, las cosas salen de ese tren!- advierte alguien y todo el mundo corre tras el tren rojo que está deteniéndose en una estación.

¿Qué sucederá en ese tren?. Todos pegan sus narices a las ventanas y curiosean adentro. Ven que todos los pasajeros duermen : cocineras, limpiadores, albañiles, mensajeros, lavaplatos, camioneros, guardianes, costureras, jardineros, obreros, carpinteros, todos con sus cabezas inclinadas de costado, todos con sus caras cansadas de tanto trabajar.

-Este es el tren de los cansados- bromea una muchacha.

Y por las ventanas del tren rojo escapan los sueños de la gente que duerme, vuelan sus anhelos que esperan hacer realidad algún día.

-¡Miren éso, qué gracioso, de la cabeza de aquel africano dormido sale su sueño!- exclama una turista japonesa, y todos ven una casa azul de tres pisos que vuela y vuela y queda atrapada en la punta del Empire State.

Y de la cabeza de un chino, sale un bus enorme que se enreda entre los carteles del Times Square. Y de un árabe, salen unas máquinas de coser que se pierden por los techos del Rockefeller Center. Y de un hispano, sale una tienda de ropa que se pasea entre los árboles del Parque Central.

-¡Hey, yo también quiero poner mi tienda de ropa en Rusia!- dice una chica rubia.

Y el tren rojo que empieza a moverse, y todo el mundo corre para alcanzarlo, pero es imposible. El tren viaja veloz entre los rascacielos. Por las ventanas de sus vagones siguen saliendo cientos de sueños que se confunden con las nubes: televisores, camas, tiendas de zapatos, tiendas de juguetes, refrigeradoras, instrumentos de música, muebles, ¡qué locura en los cielos de Nueva York!, casas de todos los estilos, computadoras, muchos carros, sillas de ruedas, ¡y hasta un restaurante con sus cocinas y mozos!, jajaja. Sueños y sueños de todos los colores y tamaños que llenan los cielos de la ciudad.

Y el tren rojo que  sonríe, orgulloso de llevar a tantos valientes que han venido de tan lejos a trabajar duro.

Pero, ¡caray!, cómo duele ese sueño que estamos viendo.  Sí, ese sueño sí que nos da pena, mucha pena. Todo el mundo calla, pues en lo alto de La Estatua de la Libertad, un sueño triste está atrapado en la corona. Es una madre que corre y corre con los brazos abiertos para abrazar a sus pequeños y grita:

- ¡Mis hijos, mis hijos, al fin llegaron aquí!

Y dos niños que la besan tanto a ella...y dicen: ¡Mamá, mamita, ya nunca más nos separaremos!

Y el tren rojo que también suspira de pena, como nosotros.

¡Pero véanlo cómo corre ahora! Sí, corre mucho más veloz, haciendo estremecer los suelos newyorkinos.

Ya sabemos por qué corre así. 

Corre como un rayo porque quiere atravezar lo más pronto las horas, los días, los meses, los años, lo más rápido posible hasta que aquella madre haga realidad su sueño. Y al fin , la veamos de verdad abrazada a sus hijos para siempre.

-¡Chucuchucuchucuchucuchucuchucu...!- imita una niña al tren rojo, el Tren de los Cansados que se aleja de Manhattan, regando humo de sueños por todos los rincones de la Gran Manzana.


New York, Marzo 22, 2007

Friday, March 02, 2007

DOS GORDOS


Aunque han pasado muchos años, nunca he olvidado a aquellos encantadores hermanos gemelos, mis dos amigos gordos de la escuela que ya no sé de ellos.

Doménico, era juguetón, bromista, risueño, nuestro Gordo Alegre. En cambio, César, era callado, melancólico, solitario, nuestro Gordo Triste.

A donde iba el Gordo Alegre, atrás de él, siempre lo seguía el Gordo Triste.

Al Gordo Alegre le encantaba el fútbol. Todas las tardes, a la hora de salir de la escuela, corríamos con él hacia un parque inmenso para jugar emocionantes partidos hasta el anochecer. Y por supuesto, detrás de nosotros, corría pesadamente el Gordo Triste.

-¡Al arco los gordos!- gritábamos, y el Gordo Alegre, que era un excelente arquero, hacía su arco con dos piedras grandes que ponía a sus costados y prometía que nadie le haría un gol.

-¡Tapa en el otro arco!- le decíamos al Gordo Triste, pero él siempre se negaba a tapar. Prefería sentarse en una banquita y ver, en silencio, lo bien que tapaba su hermano.

¡Y cómo tapaba Doménico! Con sus buenos reflejos, qué bien se las arreglaba para atajar tremendos cañonazos y cabezazos, tiros libres y penales. Apenas le hacían uno que otro gol cuando ya estaba demasiado cansado.

Pero un día, ya no quiso ser arquero. Soñaba con ser delantero y anotar muchos goles. Pero con los 100 kilos que pesaba, era muy difícil.

Entonces, decidió bajar de peso.

-No, Mami. Solo quiero dos panes. Desde ahora bajaré de peso- le dijo a su madre cuando ella le sirvió los 10 panes que todos los días se comía. Ella se asombró y lo felicitó por su decisión.

Dejó de comer hamburguesas, pizzas, mantequilla, tamales, dulces y otras cosas que lo hicieron engordar. Y en su lugar, comía más verduras y frutas. Y tomaba mucha agua mineral en vez de gaseosas.

- Tú también has lo mismo, César- le decía la madre al Gordo Triste. Pero él, sin oir consejos, se iba silencioso y cabizbajo a su cuarto.

Al ver que Doménico bajaba de peso poco a poco, se preocupó de que pronto sería el único gordo del colegio y ya no sentiría la calurosa compañía de la gordura del Gordo Alegre.

A los pocos meses, Doménico dio un cambio drástico en su figura. Lucía esbelto y podía correr más que antes. Entonces, empezó a jugar de delantero y anotaba muchos goles con gran destreza y agilidad. Con sus fenomenales goles, se volvió en la estrella y héroe de nuestro salón en los campeonatos del colegio.

-¡Tres hurras por Doménico, Jiji, rráaa, jiji, rráaa, jiji, rráaa!- coreábamos mientras lo cargábamos en hombros en las tardes victoriosas.

¿Y el Gordo Triste? ¡Oh, pobrecito nuestro Gordo Triste! César se tornó más triste que nunca. Cuando corríamos con Doménico hacia el parque, ya él no podía alcanzarnos. Se quedaba muy pero muy detrás de nosotros.

A las pocas semanas, cuando llegaron las vacaciones, César empezó a sentirse terriblemente sólo, ya que Doménico paraba jugando por equipos de otros barrios.

El Gordo Triste ya no quería salir a ninguna parte. Se la pasaba armando rompecabezas en su cuarto y observando a las hormigas que trepaban las paredes.

Hasta el apetito perdió.

-¿Qué tienes, hijo, que no has probado ni un bocado?- le decía su preocupada madre, al ver que había dejado toda la sopa y el Arroz con Pato que tanto le gustaba. Pero el Gordo Triste, sin responder, como siempre, se refugiaba pensativo en su cuarto, extrañando al hermano ausente que casi no lo veía en casa.

Hasta que un día la madre le contó a Doménico lo que estaba pasando con César. Presuroso, Doménico fue a buscar al Gordo Triste a su cuarto pero no lo encontró. Fue al lavadero, al baño, a la cocina, al corredor, al jardín, y nada. Entonces, lo encontró hablando de su mala suerte a los patos y gallinas en el corral que estaba detrás de la casa.

-Hermanito- le dijo Doménico y lo abrazó.

El Gordo Triste rompió a llorar largamente.

-¿Por qué me has dejado sólo?- balbuceaba, quejándose de sus penas, que ahora ya nadie lo defiende cuando lo molestan por las calles por ser el único gordo.

-Perdóname, hermanito. Pronto, nunca más estarás sólo- dijo Doménico, secándole las lágrimas a su hermano, prometiéndole mil cosas y llevándolo a la mesa para almorzar juntos.

Desde entonces, Doménico decidió volverse gordo como antes. Comía muchos dulces, tamales, mantequilla, pizzas y hamburguesas. Y no uno sino diez panes. Y tomaba muchas gaseosas.

Y cuando volvimos a la escuela después de las vacaciones, Doménico ya era otra vez nuestro Gordo Alegre, para alegría del Gordo Triste.

A donde iba el Gordo Alegre, el Gordo Triste lo seguía más contento que nunca.

-¡Al Arco los gordos!- gritábamos como siempre al llegar al parque. El Gordo Triste, un poquito menos triste que antes, entonces nos prometía que pronto se prepararía para tapar.

De vuelta en el arco, el Gordo Alegre, como antes, atajaba sensacionalmente los tremendos cañonazos que le disparábamos. El Gordo Triste, como nunca, esbozaba una leve sonrisa y hasta aplaudía lo bien que tapaba su hermano.

Después de cada partido, con los uniformes embarrados y los zapatillas desbaratadas, todos volvíamos a nuestras casas con las piernas y las cinturas adoloridas. Los vencedores, orgullosos, con los pechos henchidos de la paliza que le dieron al equipo rival, y los perdedores, refunfuñando y jurando cobrarse la revancha para el día siguiente.

Y a mi, cómo me gustaba ver a mis dos inolvidables amigos gordos, alejándose, y cruzando, con sus traviesas siluetas robustas, el puentecito que conducía a su hogar. Brincando abrazados, felices en su fraternal gordura, hasta que desaparecían ambos por los horizontes rojizos de las tardes ancianas.


New York, Marzo 08, 2007