FOQUITO
Una noche, a escasas semanas para terminar el año escolar, el foco de la sala, que se daba la heroica labor de alumbrar solito toda nuestra casa, empezó a fallar. Por ratos parpadeaba, y entonces, mi hermano Jonás y yo temíamos que en cualquier momento se nos apagara y ya no pudiéramos hacer nuestras tareas. Y es que la situación en casa estaba tan mala, pero tan mala que nuestros padres no tenían para comprar un foco nuevo.
-No te nos apagues, Foquito, aguanta un poco más- le dijo mi hermano, imaginándose al foco sacando la lengua del cansancio. Y como si el foco le hiciera caso, esa noche no se apagó.
Yo recordaba, para mi asombro, que lo había comprado cerca de un año atrás. Y no era normal que focos baratos como aquel, duraran tanto tiempo. A lo mucho llegaban a los cuatro o cinco meses, ¡y ya!, se apagaban. Pero, ¿un año?, eso era demasiado. Y recordaba con exactitud la fecha que lo compré, porque ese día era el cumpleaños de Mamá: 5 de Noviembre. Esa noche se preparó una cena sencilla en casa, y para tal ocasión, Papá me mandó comprar un foco.
En aquellos tiempos, Jonás y yo íbamos a la escuela por las mañanas, trabajábamos con nuestros padres en el campo por las tardes y en las noches nos dedicábamos a hacer las tareas de la escuela.
A Jonás le gustaba bromear al foco y le hablaba como si le hablara a su mejor amigo.
-Buenas noches, Foquito. Ya usted durmió bastante, es hora de levantarse- le decía cuando volvíamos del campo y lo prendíamos con el interruptor.
Fue Jonás quien le puso Foquito. Y había resultado ser un foco eficiente, porque desde el techo de la sala se esmeraba por hacer llegar sus delicados rayos al cuarto de Papá y Mamá, al cuarto que yo compartía con Jonás, al de la cocina y al del bañito.
Y era también, un foco alegre, con unos ojazos negros, adornados de encurvadas pestañas, una naricita pequeñita como la de Mamá y con una contagiosa sonrisa en sus labios arqueados. Claro, todos esos detalles los había dibujado Jonás.
Desde la noche que empezó a fallar, por las mañanas lo sacábamos de su sitio y lo metíamos a un cajón que tenía su puerta y sus ventanas, y en cuyo techo pusimos un letrerito que decía: HOSPITAL “TODO SE CURA”.
-Aquí los doctores curarán tu enfermedad, Foquito, ya verás. Son grandes especialistas. La semana pasada curaron a la radio- le daba esperanzas Jonás, antes de irnos para la escuela.
Y por las noches, cuando lo devolvíamos a su lugar, teníamos plena confianza de su lealtad, de su humilde trabajo de proveernos su luz tan necesaria. Aunque seguía parpadeando de vez en cuando, sabíamos que él no se nos apagaría y que habría iluminación suficiente para resolver las multiplicaciones y divisiones, para leer cuentos de hadas y misterios, o para saber la historia de los grandes imperios.
Algunas veces, cuando Foquito parpadeaba más seguido, Jonás sacaba un jarabe del botiquín, vaciaba el líquido oscuro y espeso en una cuchara grande, y subiéndose sobre una silla, le alcanzaba el remedio.
-Tienes mucha tos, Foquito, abre la boca y tómate este jarabe que es una maravilla. Al parecer, esos doctores no son tan buenos como yo pensaba. Mañana mismo te llevo a otro hospital- decía mi hermano, decepcionado con los servicios del Hospital “Todo se cura ”.
El 5 de Noviembre, sí que fue un gran día para la casa. Como las cosas mejoraron un poco y como Mamá y Papá tenían más platita en los bolsillos, pudimos celebrar dos cumpleaños: por la tarde, el primer año de vida de Foquito, y por la noche, los aún jóvenes 35 años de Mamá. Felizmente cayó domingo, no había colegio. Aunque teníamos que trabajar en el campo, nos dimos tiempo para hacerle una fiestecita a Foquito. Le pusimos un pedazo de tela azúl brillante que acomodamos a su cuerpo ovalado de tierno vidrio, dándole la forma de un saquito. Se veía elegantísimo. Y sobre su cabeza, le colocamos una coronita de cartón dorado. Sí, era nuestro Rey por ese día.
Y le regalamos un show divertidísimo.
-¡Damas y caballeros, con ustedes el Payaso Cocotín!- anuncié en voz alta, y entró Jonás, con la cara pintada y usando un pantalón viejo de Papá, cantando las canciones de los programas infantiles de la televisión y contando chistes que me hacían doblar de la risa. Luego hacía malabares con dos naranjas que lanzaba por los aires y no las dejaba caer.
-¡Vengan los aplausos!- vociferaba el Payaso Cocotín, y yo aplaudía frenéticamente a mi entusiasta hermano.
Pero vieran cómo se puso furioso cuando le dije que era un payaso feísimo. ¡Qué gracioso! Me correteó con un mazo para darme una paliza.
También hicimos el trencito por toda la casa, trotando por todos los rincones, con Foquito por todo lo alto, sentadito sobre la palma de la mano alzada de Jonás.
Y para concluir, pusimos sobre la mesa un pedazo de pastel que nos regaló el panadero del barrio, y al medio, colocamos una de las velitas que alumbraban a los cuadros de los santos favoritos de Mamá. Era la torta más rara que vimos hasta entonces, pero sabíamos que Foquito sería comprensivo. El también era buen pobre como nosotros.
Entonces, prendimos la velita y cantamos el Happy Birthday a todo pulmón.
-¡Feliz día, Foquito! Y disculpanos por no traerte la piñata. Está muy cara, tú comprendes. Te prometemos que será para el otro año - le dijimos y lo estrechamos contra nuestros pechos.
Y así, los días fueron pasando, con Foquito que seguía con esa tos que ni el jarabe ni los nuevos doctores podían derrotar, pero fiel con su apacible luz que iluminaba nuestros cuadernos y libros.
Al concluir el año escolar, aprobamos los exámenes finales y el último día de clases regresamos felices con nuestras libretas de notas invictas.
Fuimos al campo para darles las buenas noticias a nuestros padres. Ellos, que en esos momentos sembraban papas en las tierras de una familia rica, nos felicitaron contentísimos. Luego, corrimos a casa para sacar a Foquito de uno de los tantos hospitales donde lo internábamos y le agradecimos todo lo que hizo por nosotros.
-¡Gracias, Foquito, gracias a ti aprobamos el año!- exclamó de alegría mi hermano y le besó en la frente.
Si no fuera por el esfuerzo de nuestros padres y por la luz generosa de Foquito, no hubiésemos podido terminar la primaria.
A los pocos días, llegaron las fiestas de fin de año. Nuestro enfermizo foco, que tosía cada vez más y más, pudo presenciar el bonito Nacimiento navideño que armamos a pocas horas de la Nochebuena. Un Nacimiento grande, que Papá y Mamá pudieron comprar con algunos ahorritos. En él estaban los pastores y sus ovejitas, y los tres Reyes Magos cargando sus regalos, todos haciendo compañía a José y María, listos para recibir al niño Jesús.
-¡Feliz Navidad, Foquito!- lo saludamos alborozados cuando llegó la medianoche, mientras en las calles se escuchaba el febril estruendo de los cohetes. Foquito, a pesar de su grave enfermedad, se esforzó para lanzarnos su bella sonrisa de siempre.
Desde ese día Papá y Mamá se dieron cuenta de que Foquito estaba fallando demasiado. Entonces, sin decirnos nada, esperaron el Año Nuevo para botarlo a la basura y comprar un foco nuevo, uno grandote y caro para que durara muchos años.
A escasas horas de llegar el Año Nuevo, cuando Jonás y yo regresábamos a casa con un panetón que la iglesia del barrio nos había regalado, nos dimos con la novedad de que la sala estaba potentemente iluminada.
-¡Sorpresa!- gritaron inocentemente nuestros padres, señalando hacia el techo para que viéramos a ese intruso foco nuevo que ahora ocupaba el lugar de Foquito. Ellos se extrañaron de no ver alegría en nuestros rostros. Al contrario, pusimos las caras más tétricas de la tierra.
-¡Foquito! ¿¡Donde está Foquito, mamá!?- preguntó Jonás, aterrado. Nuestros padres, no entendían nada. En realidad, no sabían cuánto queríamos a Foquito, tanto como a un hermano. Pero cuando Papá nos dijo que pocos minutos antes lo había arrojado al camión de la basura en una bolsa amarilla, mi pobre hermano Jonás se echó a llorar inconsolablemente. Yo salí a la calle y corrí en busca del camión. Por suerte, aún el vehículo merodeaba por el barrio y tuve que suplicarle al basurero a que me permitiera sacar la bolsa que arrojó Papá. El hombre buena gente, me dió un minuto para hallarla. Pero sólo me bastaron unos pocos segundos para reconocer a la bolsa, porque era la única bolsa amarilla que había entre tantas de otros colores.
Cuando metí la mano al fondo de la bolsa, tuve miedo de que Foquito se hubiera hecho trizas. Poco a poco escarbé entre las cosas que había dentro de la bolsa, hasta que sentí un alivio cuando mi mano tocó su inconfundible cuerpo redondito y frío, felizmente sano y salvo.
Apenas ingresé a casa, Jonás, con los ojos húmedos, abrazó a Foquito largamente. Papá y Mamá recién comprendieron que Foquito era nuestro hermanito menor. Sacamos al intruso foco nuevo y repusimos en la sala a nuestro querido Foquito.
A pesar de su gravedad, Foquito pudo sacar las pocas energías que tenía para iluminar la hermosa fiesta que se armó en casa por las celebraciones del Año Nuevo. Vinieron algunos vecinos y bailamos contentos toda la madrugada.
Al clarear el cielo, Papá, Mamá y los vecinos se fueron a bailar a otro lugar, mientras Jonás y yo hacíamos compañía a Foquito que se nos moría.
Entonces, aún él pudo alcanzar a ver el tierno amanecer del primer día del nuevo año. Y poco después, agonizante, tosiendo y tosiendo, nos partió el alma cuando nos dejó el recuerdo de sus frágiles destellos y de su última sonrisa, antes de apagarse para siempre en nuestro hogar.
Foquito murió cuando los primeros rayos de un sol triste penetraban por las ventanas de nuestra silenciosa casa.
Jonás y yo lo bajamos cuidadosamente del techo. Le borramos sus ojitos abiertos y le dibujamos unos ojitos cerrados, como si estuviera solamente dormido. Lo envolvimos con una tela de franela roja, lo metimos en un cofrecito verde y lo guardamos en un cajón del ropero de nuestro cuarto, donde yace eternamente.
Han pasado 40 años y ahora, Jonás y yo, somos profesionales. Cada uno con una casa grande, donde vivimos cómodamente con nuestras esposas e hijos. Todo gracias al esfuerzo de Papá y Mamá, y también gracias a la ayuda de Foquito inolvidable.
Ayer 5 de Noviembre, fuimos a la casita de nuestros padres para celebrar los cumpleaños de Mamá y Foquito. Y lo festejamos como nunca. Un día imborrable que recordaremos con fervor.
La ancianita linda de Mamá no paraba de bailar con todos los vecinos por sus 75 años. Entonces, Jonás y yo (ahora con nuestras cabezas llenas de canas), fuimos con los vasos de vino hacia nuestro antiguo cuarto que nadie habita y sacamos a Foquito de su cofrecito verde para saludarlo como cada año. Mientras lo acariciábamos, se le salieron las lágrimas a m hermano Jonás. El lo quería tanto...quizás más que yo.
-¡Feliz cumpleaños, Foquito!¡Felices 41 años!- exclamamos al unísono.
Desde que murió, por primera vez llevamos a Foquito a la sala para que nos acompañara al jolgorio de la noche. Pero antes, le pusimos el mismo saquito azúl brillante que lució cuando cumplió su primer año, y claro, también le colocamos la misma coronita de cartón dorado. Sí, era nuestro Rey por siempre.
Ya en la sala, lo sentamos, aún con los ojos cerrados, en una silla especial para él. Sonará a tontería, pero debemos confesar que mi hermano y yo abrigábamos la ilusa e ingenua esperanza de que se prendiera otra vez.
De inmediato Jonás fue al cuarto de la cocina para pintarse la cara con el colorete de su esposa y para ponerse un pantalón ancho que se prestó de un vecino.
-¡Damas y Caballeros, con ustedes el Payaso Cocotín!- anuncié en voz alta.
De pronto, Jonás salió ante el júbilo general y empezó a cantar nuevas canciones infantiles de la televisión y a contar chistes que nos hacían doblar de la risa. Luego, hizo una perfecta exhibición de malabarismo con cinco manzanas que volaban por los techos sin que ninguna cayera al suelo. Todos aplaudimos frenéticamente. Y por supuesto, nos llenó de mazazos a quienes nos atrevimos a decirle que era un payaso viejo y feo. ¡Cómo disfrutamos de aquel show!
Compramos una piñata a Foquito, la piñata prometida que no pudimos comprarle de niños. Era un Popeye grandote al que dimos una tremenda zurra de palazos para que soltara la lluvia de golosinas y juguetitos que todo el mundo se los disputaban en los suelos.
Casi a medianoche, Jonás cargó a Foquito y empezamos los tres a hacer el trencito por toda la casa y salimos a las calles oscuras.
Nuestro trencito se convirtió en un trensote largo cuando se unieron la esposa de Jonás y sus hijos, mi esposa y mis hijos y todos los vecinos del barrio. Hasta Papá y Mamá, con sus trotes lentos, se acomodaron entre los vagones bulliciosos. Sin cansarse, el tren maravilloso fue invadiendo otros barrios, alegrando a la madrugada con las ¡hurras! y ¡vivas! por Mamá querida y por Foquito inmortal.
Hasta que los primeros rayos de un sol poderoso, iluminaron la carita inocente de Foquito y resucitaron sus ojazos negros que se abrieron como dos bellas ventanas encendidas, para que vuelva a ver un amanecer más en la vida.
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