Thursday, February 22, 2007

LOS PASOS DEL ABUELO




A pesar que tenía la espalda molida, el abuelo tuvo el coraje de levantarse temprano e ir a la ciudad a trabajar en lo que sea, para comprar los alimentos que ya no habían en casa.

Antes de salir, llamó a Ana y Carlos, sus nietos, y les dió el desayuno: una taza de té y medio pan. Eso era todo.
-No salgan ni le abran la puerta a nadie. Vuelvo por la tarde- les advirtió y se alejó quejándose en silencio del tremendo dolor que sentía en la espalda.

Poco después del mediodía, los niños ya empezaban a sentir hambre, sobre todo Ana, que era tan comelona. Carlos, entonces, antes que su hermana empezara a lloriquear, buscó algo que comer entre los cajones del repostero. Quizás, por suerte, encontrara algún bizcocho, alguna manzana o papas para freir. Pero apenas pudo encontrar un trocito de zanahoria.

-Quiero almorzar- se quejó Ana en voz baja y se hundió molesta en el único sillón que había en la sala.

-Ya vendrá el abuelo, ten paciencia- dijo Carlos, masticando la zanahoria de mala gana.

Al poco rato, Ana se quedó dormida. Carlos rogó que se quedara así hasta que el abuelo llegara, porque sino, ella lo atormentaría con su llanto.

Como hacía un poco de frío, la cubrió con una frazada ahuecada.

-¿Tú también tienes hambre?- le preguntó al gato negro de la casa que se paseaba inquieto por la cocina -Paciencia, gatuno, ya te traerán un pescadito.

Y mientras le conversaba al gato, Carlos se quedó también dormido sobre una silla de tres patas.

Cuando ya anochecía, despertó alarmado por los gritos de Ana que daba vueltas por la sala.

-¡Tengo hambre, quiero mi comida! ¡¿Tanto demora el abuelo?!- gritaba ella al borde del llanto.

Entonces, para que se calmara, Carlos trajo un frasco con unas semillas y las echó sobre la tierra del jardín pelado que tenían al fondo de la casa.

-Mira, de estas semillas ahorita nacerán arroz, frejoles y un pollo frito- dijo muy serio, regando las semillas alrededor de unos geranios.

-Mentiroso- protestó ella, cruzando los brazos y arrugando su carita de lo molesta que estaba.

-Sí, créeme, ahorita nacerán y haremos con ellos un plato suculento, ¿ya?- dijo Carlos, abrazando a su hermana.

-Mentira, éso demorará mucho tiempo. Además, de las semillas no nacen los pollos, embustero- dijo Ana, haciendo reir a su hermano.

-Son semillas mágicas. Ya verás que en un ratito más, comeremos rico- dijo él. Se la llevó a la sala y la sentó en el sillón. Como el televisor no funcionaba, Carlos prendió la radio para escuchar música.

-Ven, vamos a bailar esa cumbia- dijo él, tratando de levantarla.

-¡No, no quiero bailar, sólo quiero mi almuerzo!- gritó ella, sin salir de su sillón. Y empezó a llorar.

Carlos se sentó al lado de ella y la consoló acariciándole los cabellos.

-Ya, ya, hermanita . Ya el abuelo estará viniendo- dijo él, imaginándose lo que estaría haciendo el abuelo ausente. ¿En qué estaría trabajando? ¿Cargando sacos de papas y cebollas? ¿Arrastrando las carretas llenas de verduras?

-"O quizás estará cargando muchas cajas de frutas, Y con su espalda que le duele tanto...pobrecito"- pensó, con la mirada perdida en el retrato del abuelo clavado en la pared.

Al rato, Ana y Carlos se durmieron abrazados. Parecían dos pequeños marineros asustados en el barco herido del sillón, naufragando sobre las aguas del hambre.

A medianoche se desató una feroz lluvia. El gato negro, curioso, brincó sobre las cabezas de los niños y se posó sobre el alféizar de la ventana para comtemplar el aguacero.

En plena madrugada, Ana despertó y corrió desesperada al jardín. Tantas eran las ganas de comer, que tuvo la inocente esperanza de que quizás esas semillas eran mágicas como le dijo su hermano.

¡Tonta, eres una tonta por creer tonterías!- se reprochó ella misma, al no ver el arroz, los frejoles y el pollo frito.

Quiso gritarle a Carlos por sus mentiras, pero lo vio dormido con una cara tan triste y tiritando del frío, que tuvo pena de él.

-Oye, ya cociné el arroz con frejoles y puse encima el pollo frito- le susurró ella al oído.

El despertó y vió de cerca los ojazos de su hermana.

-¡Síiiiii, qué delicioso huele!- dijo él y se rieron.

-Ya sé que mentiste para que no llore, ¿no?- dijo ella, jugando a jalarle las orejas a Carlos.

Entonces, para distraer al hambre, decidieron jugar con el gato. Se pusieron unas máscaras de dinosaurios y lo corretearon por toda la casa. El gato irritadísimo, por ratos, se erizaba y los enfrentaba mostrándoles sus garras amenazantes. Temiendo que los arañe, los chicos decidieron dejarlo en paz.

Luego, Carlos infló un globo enorme y en el nudo de él, amarró un trapo sucio.

-Mira, Ana, ésto es el "hambre". Vamos a reventarlo- dijo, arrojándolo por los suelos.

-¡Sí, para que no exista más en esta casa!- exclamó Ana y atacaron al "hambre".

Durante un buen rato, lo aplastaron contra sus pechos, contra la pared, contra los suelos, y nada, no podían reventarlo.

-Qué difícil había resultado este bandido- dijo Carlos, agitado de tanto aplastarlo con el pie.

Al final, como el pellejo del globo era grueso, difícil de reventar, decidieron botarlo de la casa.

-¡Largo, nunca más vuelvas por aquí!- gritó Carlos, arrojándolo por la ventana.

-¡Sí! ¡Fuera! ¡Que te coman los perros por malo!- gritó Ana, viendo a los perros ladrando como locos alrededor del "hambre", hasta que uno de ellos de un mordisco lo reventó.

Cuando ya empezaba a amanecer, cansados del trajín de la madrugada, fueron en silencio al dormitorio.

-Nunca había tenido tanta hambre como ahora- comentó Ana subiéndose a su cama, tapándose con la frazada ahuecada.

-Ni yo- dijo Carlos, sacándose los zapatos antes de acostarse.

Escucharon el violento crepitar de la lluvia sobre los techos de la casa.

-¿Dónde estará el abuelo? ¿Y si no viene nunca?- dijo Ana, muriéndose de sueño.

-Claro que vendrá- dijo Carlos, sintiendo unos ruidos extraños en su estómago."Las tripas protestan" pensó , mientras se aprestaba a leer un libro de cuentos de terror.

Horas después, al cesar la lluvia, un silencio total reinó al amanecer.

De pronto, cuando ya el sueño lo estaba venciendo, Carlos escuchó a alguien caminando por la calle, justo detrás de la pared de su dormitorio. Afiló bien el oído.

-Ana, ¿escuchas?- dijo él, levantándose para despertar a su hermana que dormía profundamente. -¡Ana, Ana!, ¡despierta, escucha!

-¡Plap,plap,plap,plap...!- se oían unos pasos ligeros.

-¡Escucha, escucha, Ana...!

-¡Plap,plap,plap,plap...!- sonaban como si tuvieran prisa, como pasos preocupados.

Los muchachos, mientras se levantaban presurosos, fueron escuchando a los pasos que se acercaban a la puerta de la casa. Sonrieron con los ojos húmedos de la emoción. Se pusieron los zapatos y se arreglaron los cabellos.

-¿Hueles?- dijo Ana, abrazando a su hermano, ya lista para correr a la sala.

-¡Siiiiiiiii....! ¡A pan calientito! ¡A leche fresca! ¡A jamón y a queso de cabra!- dijo Carlos, deleitándose con los ojos cerrados.

-¡Y a bizcochito de maíz! ¡Y a carne molida! ¡Y a pescadito frito!- dijo, Ana, saboreándose los labios.

Aunque a diario estaban acostumbrados a escuchar esos pasos, nunca como ahora habían sido más queridos. Eran los pasos del abuelo que volvía al fin con un cargamento de víveres. Para Ana y Carlos, los pasos más hermosos de la tierra.

-¡Abuelo, tanto demoraste! ¡Abuelito!¡Abuelito lindo...!- gritaron y se estrecharon con unos brazos viejos, pero aún trabajadores y bastante fuertes para pegarle cuando quiera a la atrevida hambre.



New York, Marzo, 1, 2007

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