Friday, November 28, 2008

LA MOSCA NEWYORKINA


Erase una mosca distinta a todas las moscas del mundo, que pasaba sus cortos días, no en los basurales de la ciudad, sino en el más lujoso hotel de Nueva York. Una mosca muy lista, que astutamente evadía todos los controles de vigilancia para ingresar a los dormitorios y especialmente a la cocina. Y vaya que era de buen diente, pues no comía cualquier cosa, sino que, luego de olfatear bien los potajes del menú, escogía el plato más exquisito según ella. Y además, una mosca de exigentes oídos, pues todas las tardes, después del almuerzo, iba al salón de descanso de los turistas para deleitarse con el pianista que interpretaba música clásica. Y por si fuera poco, era una tremenda conchuda, porque solía dormir plácidamente sobre las tibias y confortables almohadas de las habitaciones más caras del hotel. Definitivamente, una mosca rarísima, de otra estirpe.
Mas, sucede que su presencia y su estilo de vida tan refinada fue descubierta por cocineros y huéspedes, y pusieron precio por su cabeza. Por todos los rincones del hotel empezaron a buscarla viva o muerta.
Fue así, que una noche, mientras escuchaba el dulce piano en el salón de descanso, se quedó dormida sobre un espejo que colgaba sobre la cabeza del pianista. El mayordomo del salón, luego de sorprenderla muy oronda en sus pacíficos sueños, cogió un matamoscas de plástico y le pegó fuertemente, sin poder matarla. Vio que la mosca huyó herida, dando tumbos por los aires, perdiéndose por los jardines interiores del hotel.
Allí estuvo escondida, entre las hojas de unos geranios, hasta que, a medianoche, voló en busca de una suave almohada para poder descansar sobre ella y reponerse del golpe recibido.
Pero apenas se internó a una habitación escogida al azar, le dio unos tremendos mareos y cayó dentro de una maleta abierta. El dueño de ésta no la vio, pues estaba de espaldas, desempacando unas cosas para meterlas dentro de la maleta abierta. El hombre estaba a punto de dejar el hotel para ir al aeropuerto.
Con la cabeza que le daba vueltas y con los ojos somnolientos, la mosca se preguntaba dónde había caído. Quiso levantar vuelo pero no tenía fuerzas. Se asustó cuando el hombre cerró la maleta y todo se oscureció. A los pocos minutos, el hombre subía a un avión.
Recién cuando escuchó el ruido de los motores, la mosca supo que estaba a bordo de un avión. En pleno vuelo, la mosca, ya con las energías recuperadas, no se cansó de caminar durante varias horas sobre objetos blandos y duros en medio de las tinieblas, buscando impaciente algún hueco por dónde escapar. De pronto notó que el ruido cesó y sintió que la zarandeaban. Y es que el viaje había terminado y el hombre, presuroso, retornaba a casa con la maleta pesada.
Entonces, apenas se abrió la maleta, la mosca salió disparada sin ser vista y se posó sobre el alféizar de una ventana.
-¡Esto no es Nueva York!- protestó sorprendida, cuando contempló desde allí a una ciudad desconocida.
No escuchaba el ruido de los trenes subterráneos, ni veía los espléndidos rascacielos, ni tampoco el mar con sus tiernos ferries que llevan a los turistas a conocer la Estatua de la Libertad. Aquella era una ciudad totalmente diferente a la suya, silenciosa y con casitas pobres, hechas de barro, y apenas se veía uno que otro carro destartalado circulando por los alrededores.
-¡Carambolas, a dónde vine a parar!- refunfuñó silenciosamente.
Aunque tenía un hambre terrible, no se atrevió a buscar comida en unos cilindros de basura que podía ver a cierta distancia. Orgullosa como ella sola, prefería morirse de hambre antes que comer del muladar.
A su pesar, renunció a la posibilidad de aventurarse a buscar comida suculenta, porque en ese lugar era imposible encontrar un hotel de la misma clase de su hotel de Nueva York. Pero como el hambre embestía y le exigía una solución immediata, no tuvo más remedio que pensar en buscar algo en la cocina de aquella casa donde había arribado. Quien sabe, pueda que por un milagro halláse algún plato de categoría.
Estaba a punto de dejar la ventana y meterse al interior, cuando de pronto vio que un enjambre de moscas salía de un cuarto y se dirigía a ella. La mosca, espantada y temerosa que le hicieran daño, huyó volando para afuera. La siguieron sin descanso un buen rato, hasta que la mosca no pudo resistir más la persecución. Agitada, se posó sobre unas maderas apolilladas de un solar deshabitado. La acorralaron como once moscas, todas ellas flacas y con sus caras feroces.
-¡Miren que mosca tan gorda!- comentó una de ellas.
-Sí, está bien papeada- dijo otra.
-Y no parece una de nosotras- añadió alguien.
Y efectivamente, la mosca newyorkina temblando del miedo, comprobó que esas moscas espantosas y escuálidas no se parecían para nada a ella.
-¿De dónde eres, princesita?- le preguntaron en tono de burla, pero ella permaneció en silencio, sin comprender el extraño idioma que le hablaban.
-Responde, malcriada- le ordenó una y empezó a cachetearla. Las demás también empezaron a golpearla y le exigían que las llevaran a donde comía, porque al parecer, allí se comía bien, por lo robusta que era y el buen semblante que mostraba.
La mosca newyorkina, entonces, se echó a llorar.
-Ya déjenla… Para mí que ésta no es de estos lares. Derrepente no nos entiende- dijo una de ellas y dejaron de maltratarla.
-Jajaja, debe ser una mosca gringa- habló otra, sin saber que decía la verdad.
Las moscas se retiraron y la mosca newyorkina se sintió más desamparada que nunca. ¡Cuánto añoraba su Nueva York en esas horas tan difíciles!
La noche la sorprendió dormida entre las maderas apolilladas, y cuando despertó, apenas divisó la tenue iluminación de esa ciudad que ya le causaba un miedo escalofriante. Quiso regresar a la casa del hombre que la trajo, pero no podía recordar el camino de regreso. Estaba en un verdadero callejón sin salida.
El hambre atroz empezaba a vencer su orgullo y se sintió tentada por deambular por los basurales cercanos. Entonces, contra su voluntad, escarbó en ellos y halló trozos de tomate podrido. La mosca que horas antes la había defendido, había regresado, y sin que la mosca newyorkina se diera cuenta, la estaba observando. Vio que ella se resistía a comer lo que encontraba.
-Estás que te mueres de hambre pero no te atreves a comer de allí- le dijo, haciendo una mueca de reprobación.
La mosca newyorkina dio unos pasos para atrás temiendo que le pegarían de nuevo.
-No tengas miedo, no te haré daño- dijo en tono amistoso la mosca buena. Y como sabía que la mosca newyorkina no le entendía, le extendió la mano para que tuviera confianza de sus buenas intenciones. Como en todo rincón del mundo, por fortuna, siempre no falta un corazón generoso, y esa mosca buena estaba dispuesta a ayudarla. Sabía que la mosca newyorkina era extranjera, y que la estaba pasando muy mal. Comprobando que no comía de la basura como las demás, le trajo un pedacito de pan con mermelada de naranja.
-¿Qué te crees, que sólo tú tienes buenos gustos? Ja,ja, yo también los tengo. Mira, te traje este manjar riquísimo que saqué de la casa de los más ricos de esta ciudad. Pruébalo- le invitó, y la mosca newyorkina, previamente oliendo por todos los costados, lamió la comida sin parar, con un apetito descomunal.
-I live in New York. I wanna get back to New York- le dijo en inglés a la mosca buena. Ella no entendió que la mosca newyorkina le decía que vivía en Nueva York y que quería regresar allá.
-¿Qué será “niuyor”?- se preguntaba la mosca buena cada vez que la mosca newyorkina le repetía lo mismo.
Toda la madrugada, la mosca buena, tratando de aliviar las penas de su amiga, se la pasó contándole con gestos muchas historias. Aunque a decir verdad, la mosca newyorkina no le entendía absolutamente nada, pero le agradecía en silencio su noble vocación de compañía y amistad.
Cuando sintieron frío, buscaron dónde calentarse. Quisieron refugiarse en alguna casa pero todas las ventanas de ese lugar estaban cerradas. Al poco rato se cubrieron con unos trapos que hallaron entre los basurales y se durmieron pacificamente. La mosca newyorkina soñaba con el retorno a su ciudad y la mosca buena, soñaba con bailar en la Luna.
Al amanecer, el ruido de un avión que sobrevolaba la ciudad las despertó. La mosca newyorkina lo miró con nostalgia, imaginándose a bordo de él, de regreso a su Nueva York amada.La mosca buena advirtió que los ojos de su amiga se le humedecían y que no perdía de vista al avión que se alejaba.
De pronto, soltando una risa estrepitosa, la mosca buena estalló en gritos que asustaron a la mosca newyorkina.
-¡Claro, cómo no lo pensé antes! ¡Vamos al aeropuerto! ¡ A volar de immediato!- dijo emocionada.
Y le hizo una seña para que la siguiera.

Aunque el aeropuerto estaba lejísimo, había que llegar a como dé lugar, aunque les costó frío, hambre, cansancio y también unas buenas trompadas con pandillas de moscas hostiles y mal educadas que encontaron por el camino. Y vaya que experta boxeadora resultó la mosca buena al defender a la mosca newyorkina de las moscas que la querían agredir. Se fajaba valientemente con más de veinte a la vez. La mosca newyorkina también tuvo que meter uno que otro golpe para ayudar a su amiga.
Al fin, cuando llegaron al aeropuerto, la mosca newyorkina deambuló entre las filas de gente, chequeando las etiquetas de las maletas. Se alegró cuando halló una fila de maletas con las etiquetas que decían que iban para Nueva York. Ansiosa, buscó entre las maletas algún hueco por donde meterse, pero no lo halló. Empezó a desesperarse cuando vio que la fila empezaba a moverse, avanzando los pasajeros por un pasadizo que conducía al avión. La mosca newyorkina no tuvo más remedio que meterse a uno de los bolsillos del saco de uno de los pasajeros. Pero antes, se despidió abrazando fuertemente a la mosca buena.
-Bye Bye, my good friend. Thanks for all- le dijo en inglés: “Adiós, mi buena amiga. Gracias por todo”.
-¡Adiós, mosca gringa, no te olvides de mí y mándame algún regalito!- le dijo risueña la mosca buena.
Al poco tiempo, la mosca viajaba radiante, acurrucada en el interior del bolsillo aterciopelado.
Horas después, cuando ya amanecía, se asomó a las ventanas del avión, justo cuando estaba por aterrizar a la ciudad. Estremecida por la emoción, vio desde las nubes, la inigualable hermosura de Manhattan. Allí estaban, el espléndido laberinto de sus rascacielos, el fresco verdor del Central Park, ese lápiz inmenso que es el Empire Estate, la imponente Estatua de la Libertad y esas dos hermanas bellas llamadas las Torres Gemelas.
Entonces, apenas se abrieron las puertas del avión, la mosca newyorkina salió volando rumbo a la estación de los trenes. Allí tomó el tren “A” que la llevó a su hotel que extrañó con tanto fervor.
Sus últimas horas las disfrutó comiendo los más deliciosos manjares, huyendo de los cocineros que iban rabiosos detrás de ella con sus despiadados matamoscas.
Se escondía en las habitaciones más caras para echarse una siesta, frente a las narices de los huéspedes, quienes, al despertar y verla muy fresca, patas arriba sobre los almohadones tibios, se levantaban furiosos para perseguirla y aplastarla con cualquier cosa.
Al caer la tarde, cansada de tanto huir, se posó sobre el espejo que colgaba sobre la cabeza del pianista que a esa hora interpretaba música de Beethoven. Cerró los ojos y movió su cabecita al compás de los celestiales y tiernos acordes del pianista. No tardó mucho de escuchar los pasos furibundos del mayordomo, que seguramente ya la había visto y venía con el matamoscas para desaparecerla. Pero la mosca no huyó y siguió con los ojos cerrados. Empezó a imaginarse como una directora de orquesta, meneando la batuta en una de sus patitas, dirigiendo sonriente el ultimo concierto de su vida.
Antes que se dejara aplastar por un cruel matamoscas, la mosca newyorkina se convenció que no había despedida más sublime, que irse de la vida, arrullado bajo las notas de la música que uno ama, y mejor aún, en la tierra que uno adora