Wednesday, December 26, 2007

EL TIO CHARLES


Al mediodía, las sirenas de las fábricas anuncian con sus ruidos desafinados que ha llegado el momento de una de las pocas cosas que los obreros han aprendido a querer con fervor: la hora del almuerzo. Con sus rostros sudorosos y risueños, miles de ellos dejan por unos minutos sus máquinas frías para saborear con deleite la comida caliente que le han traído sus madres, sus esposas o sus hijos.

A esa hora, respirando fatigado por el calor del verano, Raulito llega con el portaviandas a una fábrica de muebles donde su padre es empleado.

-¡Señor Harrington, ya llegó su sobrino!- grita el guardia de seguridad desde su torre de control.

De inmediato, un hombre gigantesco, rubio y obeso, sale de su oficina y va al portón de entrada con sus pasos de tortuga y recibe la comida que le ha enviado la madre de Raulito.

-¿Y qué hay hoy?- pregunta, secándose la frente sudorosa con su pañuelo azúl.

-Seco de pollo con frejoles, tío- responde Raulito, con una ligera sonrisa.

-Ummm....delicioso, magnífico, sobrino- dice el hombre, con una expresión de placer en su rostro, oliendo con los ojos cerrados el portaviandas. Y se despide de Raulito dándole unas palmaditas en la espalda.

El niño vuelve a casa silbando sus canciones favoritas y le cuenta a su madre lo contento que se puso su......."papá".

-¿Sí?, qué bueno, seguro que olió la comida- comentó ella, mientras planchaba la ropa.

-Sí, mami, como siempre, con los ojos cerrados- dijo Raulito, suspirando del alivio porque casi dice "tío" en vez de "papá".

Y es que nunca le dirá a su madre, que el señor Charles Harrington, su padre, desde hace tiempo le obliga a que le diga "tío' y no "papá". Eso pondría muy triste a su madre.

Todo empezó cuando un día Raulito llegó con el portaviandas a la fábrica y el guardia de seguridad le dijo que entrara y le indicó cómo llegar hasta la oficina del señor Charles Harrington, quien no podía salir porque le dolían las piernas.

Raulito por primera vez ingresó a la fábrica y se sorprendió de ver una infinidad de enormes tablas de madera por todos lados. Cruzó por el comedor donde comían decenas de obreros y llegó hasta la puerta de la amplia oficina donde su padre laboraba al lado de secretarias y empleados.

-Pasa, sobrino- le dijo entonces su padre. Y el muchacho, desconcertado porque su padre le dijo "sobrino", avanzó tímidamente hasta el escritorio de él para entregarle el portaviandas con la Papa a la Huancaína.

-Qué guapo tu sobrino, ¿cómo se llama?- dijo una de las secretarias de modales amables.

-Raúl, mi sobrino Raulito- dijo don Charles y le dijo muy bajito a los oídos de su hijo:

-No me digas "papá", por favor, o me despiden del trabajo. Aquí sólo permiten trabajar a hombres sin hijos, ¿entendiste?. No le cuentes de ésto a tu mamá.

Raulito asintió moviendo la cabeza y como buen niño educado, se despidió de todos dándoles su manito inocente. Y con la diafanidad de su tierna voz, le dijo obedientemente a su padre:

-Chau, tío Charles.

Desde entonces, así lo llamaba en las raras veces que entraba a la oficina. Pero se cuidaba de llamarlo asi delante de mamá. No queria verla triste de que sepa que su propio papá tenia verguenza de que él haya salido con el mismo color moreno de ella. Porque así se lo contó el guardia de seguridad, una noche que lo encontró un poco borracho por las calles de su barrio.

-Qué malo es tu padre. Decirte "sobrino", qué malo. Obligarte a que le digas "tío", qué malo. Solo porque eres negrito, qué malo- repetía el guardia, moviendo la cabeza en señal de reprobación.

Pero Raulito no se hacía bolas. A pesar de todo, y sin saber por qué, él quería a su padre. A pesar de saber que solo su mamá le compraba algún juguete, pero nunca su papá.

Raulito pasaba su tiempo soñando con viajar a la selva. Esa selva que veía en las fotos de sus libros. Esa jungla llena de animales que aún no conocía. Conocer leones, gorilas, serpientes, jirafas, elefantes, ¡uaau!, eso era lo que deseaba.

Y cuánta alegría sintió cuando una noche escuchó a su padre comentarle a su madre que viajaría a la selva al día siguiente para traer madera con el camión de la fábrica. Esa era su gran oportunidad. Apenas su padre terminó de hablar a su madre, se lanzó a los pies de él y le rogó que lo llevara a la selva.

-He sacado las mejores notas en la escuela y además, siempre he sido...obediente contigo...papá.

Pero, por más consideraciones que le expuso e insinuó, su padre se negó.

-Es todo un día de viaje, un viaje largo y agotador, y sumamente peligroso- dijo finalmente su padre antes de irse a dormir, dejando a Raulito apenado, quien buscó consuelo en las faldas de su madre.

Al mediodía siguiente, don Charles Harrington, tres obreros y el chofer salían con el inmenso camión de la fábrica rumbo a la selva. Al anochecer, cuando atravezaban las cumbres de las serranías, tuvieron que tomar harto café para calentarse del frío que hacía por allí. Para don Charles, era la primera vez que viajaba a la selva. Aunque sabía que allí no existían esos animales con los que soñaba Raulito, sintió un raro deseo de encontrarse con un gorila. Pensó en Raulito y se lamentó de no haberlo traído. El muchacho que era tan obediente...
A medianoche, él y los tres obreros, dormían plácidamente. Toda la madrugada el chofer tuvo que soportar los atronadores ronquidos de ellos.
-¡Selva a la vista!- exclamó el chofer poco despues del amanecer y todos contemplaron desde lo alto de una montaña, a muchos kilómetros, la verdosa majestuosidad de la selva.
Una cabecita asomó, entonces, bajo el toldo amarillo que cubría la parte trasera del trailer. Era Raulito, que se las arregló para meterse al vehículo sin que nadie lo descubriera. No iba a desperdiciar la oportunidad de conocer la selva y se arriesgó a colarse detrás del trailer. Si no era ahora, ¿cuándo sería?, quizás nunca.
Impaciente, quiso también ser testigo de esa visión fantástica. A lo lejos se veían tan pequeñitos aquellos árboles monumentales y milenarios. Se emocionó de pensar que ya pronto conocería también a los rinocerontes, a las panteras, a las anacondas. Luego, escondió la cabeza para que nadie lo descubriera.
Al poco tiempo, supo que ya estaban cerca de la selva por el bullicio de los pájaros cantores. Estaba saltando de la alegría, cuando de pronto, escuchó el ruido ensordecedor de los frenos del camión que querían detener el vehículo y no lo conseguían. Entonces, todo empezó a dar vueltas y vueltas. Entre los gritos de espanto de los pasajeros, reconoció los de su padre. Raulito se aferró a una baranda metálica hasta que terminó la volcadura.Todo era silencio. Callaron los pájaros, seguramente asustados.
Raulito, felizmente con apenas algunos rasguños en un brazo, salió arrastrándose y vió al camión volteado patas arriba a orillas de un río.
-¡Ayúdame, hijo mío!- dijo una voz que le sonó hondamente hermosa a los oídos de Raulito. Era su padre solicitándole auxilio. Y qué bello era escuchar que le dijera "hijo" y no "sobrino".
Presuroso, abrió como pudo una de las puertas laterales, sacó a su padre que tenía la cabeza ensangrentada y lo echó sobre el suelo pedroso y húmedo. Vio que el chofer y los tres obreros yacían inconscientes dentro del camión.
Su padre quiso decirle algo pero no le salían las palabras. Algo ocurriría en su cerebro que se quedó mudo.
-¡Voy a buscar a alguien para que nos ayude! ¡Vuelvo enseguida!- dijo Raulito y empezó a trepar el barranco de diez metros de altura por donde cayeron. Al llegar a la pista, volteó para observar a su padre y vio horrorizado que un cocodrilo salía del río, con las intenciones de acercarse hacia don Charles.
-¡Noooooooo! ¡Largo de allííí!- gritó Raulito y bajó desesperado por el barranco. Agarró unas piedras enormes y escudando a su padre, las lanzó contra la cabeza del animal. Este retrocedió algo y de inmediato quiso avalanzarse hacia ellos. Pero una lluvia de piedras lo hizo retroceder otra vez.
¡Fuera de aquí, salvaje, nadie le hará daño a mi padre!- gritó Raulito al cocodrilo, amanazándolo con una varilla de acero que encontró entre las llantas del trailer.
Raulito, astutamente, procuró llevarse al animal a otra parte para poner a salvo a su padre. Corrió hacia unas rocas y desde allí lo provocó.
-¡Ven aquí, rufián, ven que no te tengo miedo!- gritó y el cocodrilo se lanzó hacia él. Estuvo a punto de morderlo, pero un certero varillazo en el hocico lo detuvo. El animal rugió de la rabia.
Don Charles, respirando como un moribundo y con los ojos brillosos, aplaudía en silencio la valientía de su hijo, peleando como un guerrero contra ese animal para salvarle la vida. Y pensar que él fue tan.... y pensar que él..... Cerró los ojos de la vergüenza y sintió una patada en el alma.
De pronto, la policía llegó al lugar y disparó al aire. El cocodrilo, despavorido, se escondió en su río de siempre.
Los policías examinaron a don Charles y a los demás heridos, y por radio llamaron a una ambulancia.
-¡Caray, pero qué coraje que tienes, muchachito, para enfrentar a ese animalazo!- dijo uno de los policías, tomando el hombro de Raulito.
El muchacho se arrodilló al lado de su padre y sus labios se tiñeron de sangre cuando le besó la frente.
-Nadie te hará daño, siempre te defenderé, siempre- dijo Raulito y vio que los ojos tristes de su padre se ahogaban de lágrimas.
-¿Usted no puede hablar?- preguntó otro de los policías a Don Charles.
El trató de sacudir la cabeza para responder que "no".
-¿Qué es él de ti?- preguntó curioso el jefe de los policías a Raulito, al ver que el muchacho abrazaba con mucho cariño al hombre obeso y rubio.
Entonces, don Charles quería morirse en el instante que escuchó la respuesta de su hijo. Quería cerrar los ojos para siempre y quemarse en el mismo infierno por lo malo que fue. Por ese tonto orgullo de sentirse "blanco" y por haber despreciado a su propio hijo por el color de su piel. Deseaba que la tierra se lo tragara por ese podrido corazón que escondía tras ese pecho grasoso.
-Mi tío. Mi tío Charles- había respondido fiel y amorosamente, Raulito.
The Bronx, New York, Abril 8, 2008

Tuesday, December 25, 2007

JUSTINA Y LA PRINCESITA
Y llegó el viernes que tanto había esperado Justina. Al fin conocería a la Princesita de Inglaterra que venía de visita en su propio avión.
Mientras su mamá le ayudaba a ponerse la falda verde oscura y la blusa rosada que le compró para la ocasión, Justina seguía contemplando la foto de la Princesita pegada en la pared de su dormitorio.
-Sí, ella es de otro mundo, ella es tan diferente a todos...- pensaba con los ojos cerrados.
-Ya sabes, hija. Le das un beso a su mano derecha y le dices así como suena: "Uelcom, Princes", que significa: "Bienvenida, Princesa"- le repetía la mamá una y otra vez, hasta que salieron y tomaron el taxi para ir al aeropuerto.
Gracias a sus excelentes notas, Justina se ganó el derecho de recibir a la Princecita a nombre de su colegio.
Justo cuando llegaron al aeropuerto, el avión de la Princecita aterrizaba entre el júbilo de cientos de grandes y chicos que flameaban banderitas inglesas y peruanas. Apresuradas, Justina y su madre se abrieron paso a empellones entre la enorme multitud, hasta llegar al salón de recepción. Allí estaban otros alumnos seleccionados que darían la bienvenida a la ilustre visitante.
De pronto, una solemne voz de mujer se oyó por unos parlantes:
"Niños y niñas, demos un caluroso aplauso a la Princecita Hellen de Inglaterra"
Entonces, se abrieron las puertas de vidrio e ingresó la sonriente Princesita ante la algarabía general. Era altísima, de suave andar, de largos cabellos rubios sobre los que se lucía una coronita llena de perlas. Vestía un brilloso vestido blanco y un saquito azúl abrigaba su cuerpecito delgado.
-Es un gran placer, conocerlos, niños peruanos- dijo la Princecita con un español muy bien pronunciado, mientras iba dando la mano a cada alumno.
Justina se quedó muda e inmóvil cuando la tuvo al frente.
-¡Justina, salúdala, como te enseñé!- se escuchó el grito molesto de la madre.
Pero Justina seguía por la nubes, contemplando a la Princecita como si viera a un bello extraterrestre.
-Sí, ya me convencí, ella es de otro mundo- murmuraba, fascinada por esos ojos que no sabía si eran azules o verdes, hechizada por esas manitos finas que se movían tan delicadamente.
Entonces, sólo cuando vió que se acercaba su enojada mamá, recién Justina pudo despertar del encantamiento.
-Uelcom, princes- dijo tímidamente Justina y casi se desmaya de la emoción por el beso que le dio la Princecita en la mejilla.
-Sí, ella es una marciana, ella es de otro planeta- pensaba, mientras veía a la Princecita saludando a otros niños, hasta que finalmente suspiró de pena al verla abandonar el salón, creyendo que nunca más la vería.
Al rato, cuando todo el mundo abandonaba el aeropuerto, Justina entró al baño para mojarse la cara y su madre quedó esperándola afuera.
Al poco rato, mientras Justina cerraba el caño, vio entrar a una mujer gorda, pidiendo en voz alta a todas la niñas que desocuparan el baño lo más pronto posible.
-Justina, apúrate que la Princecita quiere hacer la pila- oyó la voz de su madre desde afuera y Justina se quedó muda otra vez.
-No puede ser...¿que la Princecita quiere hacer la pila?...Debe ser una broma- se dijo horrorizada, en silencio.
Pues no era una broma: se desilusionó al ver ingresar apresuradamente a la propia Princecita al baño.
-¿Y esa cara?- preguntó la madre cuando notó a Justina tremendamende triste.
-Es que...es que yo....- dijo Justina sin concluir lo que iba a decir y empezó a llorar.
Su madre, desconcertada, la cargó y tomó el taxi de regreso.
En el camino, después de consolarla largo rato, recién pudo saber el motivo del llanto de su hija.
-Es que yo creía que ella era distinta a todos, que era de otro mundo o algo así- había confesado la inocente niña, secándose las lágrimas con su pañuelito blanco.
-Justinita mía, con corona o sin corona, todos somos iguales. Todos comemos, todos nos enfermamos, todos a veces reimos, a veces lloramos, en fin, nadie es distinto a nadie- le decía su madre abrazándola.
Por la tarde del día siguiente, Justina salió de su casa y miró hacia las nubes. Ella sabía a qué hora partiría la Princecita de regreso a su país lejano. Miró su reloj y calculó que pronto pasaría por ahí el avión inglés.
Entonces, un rugir de motores estremeció los cielos de la ciudad y Justina alzó sus brazos y los agitó con fuerza para despedir a aquella niña Princesa, que como ella, juega, baila, canta, sueña, que a veces está triste, que a veces se golpea, y que todos los días va al baño, como todo el mundo, por más Princecita que sea.
Freehold, New Jersey, Diciembre 25, 2007

Wednesday, December 12, 2007

EL ARBOL SANGRE


Lo plantaron a la orilla de un río ancho y feroz.

Lo plantó el esclavo africano Cayimba, cuando escapó de su prisión, herido de tantos látigos. Lo plantó con sus manos llenas de sangre, poco antes de morir.

Por eso el árbol creció con el tronco rojo, con las ramas rojas y las hojas rojas. Era el árbol del dolor, como un hijo ensangrentado de Cayimba: el Arbol Sangre.

Cien años después, una familia de esclavos fugaban hacia la libertad por una ruta de la misma aldea. Pero equivocaron el camino y fueron a parar al río ancho y feroz. Estaban atrapados, era imposible cruzar aquel río turbulento.

-¡Miren a ese árbol rojo!- dijo sorprendida Amela, cuando descubrió al Arbol Sangre a pocos metros. Su esposo Bebalú y sus tres pequeños hijos también se quedaron boquiabiertos. Nadie, hasta entonces, había visto un árbol tan extraño.

-¡Oh, no, ya llega el capataz y sus hombres!- dijo uno de los niños y oyeron los pasos de sus captores que venían por ellos.

Nada se podía hacer. Bebalú, Amela y sus hijos, se unieron entre abrazos y sollozaron por su mala suerte.

De pronto, cuando ya estaban a punto de ser capturados, el Arbol Sangre empezó a temblar y cayó estrepitosamente al borde del río.

-¡Suban sobre mi!- dijo el Arbol Sangre. La familia, de immediato, se sentó sobre su viejo y rojo tronco y empezaron a navegar en sentido contrario a la corriente de las aguas furiosas.

Y viajaron hacia un lugar donde no existía la esclavitud.

-¿Quién eres tú?- preguntó Bebalú, aún asombrado por aquel momento milagroso.

-Soy el árbol que plantó tu bisabuelo Cayimba El me plantó para que ustedes sean libres- respondió, mientras luchaba contra la corriente.

Al amanecer del día siguiente, Bebalú y su familia bajaron del Arbol Sangre y pisaron al fin tierra de hombres libres.

Agotado por el viaje, el Arbol Sangre recibió los besos de Bebalú y su familia y emprendió viaje de regreso a su hogar centenario.

Pero a poca distancia, ya casi sin fuerzas, no pudo más con tan feroz río y se dejó llevar hacia un remolino descomunal.

Antes de hundirse para siempre, el Arbol Sangre sacudió fuertemente sus ramas y el río cubrióse con sus miles de victoriosas hojas rojas.

New York, Diciembre 12, 2007