LOS DEDOS REBELDES
Waldo andaba molesto con Ramid, porque éste se negaba a seguir su plan. Waldo era un dedo gordo de buen corazón y se lamentaba de ser parte de la mano derecha de Lázaro, un muchacho perverso que gustaba matar pajarillos a pedradas usando su honda.
-Debes ser valiente, Ramid. Hazlo por esos pobres animalitos. Mira, nos doblamos para abajo y nos mantenemos duros como dos rocas indomables. Ya Lázaro se cansará de intentar enderezarnos. Podemos resistir hasta que se rinda. ¿Qué dices? Vamos, hombre, sé valiente- proponía todos los días Waldo a Ramid, su vecino dedo índice.
Pero el miedoso de Ramid se negaba, bajando la cabeza.
-¿Y si nos pega?- decía, pensando que Lázaro era capaz de romperle los huesos de la cólera.
-¡Uuuuyyy! ¡Sigues con tu cobardía!... Bueno, allá tú. Yo ya veré cómo arreglo ésto. Mi conciencia me exige ya no ser cómplice de las crueldades de Lázaro- renegaba Waldo antes de dormirse.
Ya estaba harto de que todas las tardes Lázaro lo llevara al bosque y los utilizara a Ramid y a él para sujetar la honda que disparaba sus piedras asesinas.
Y para pesadumbre de Waldo, de todos los muchachos que iban con sus hondas, Lázaro era el que tenía más puntería.
-Pobres pajaritos, ya no enternecerán más al bosque con la dulzura de sus trinos- decía siempre Waldo, mirando con pena a los pajaritos muertos que no caían al suelo y quedaban atrapados en las ramas más altas de algún árbol.
Cual ágil trapecista de circo, con gran destreza, Lázaro subía a los árboles, trepándose de rama en rama, para bajar a los pajaritos. Luego los cocinaba y freía en casa y se los comía con sus amigos.
Hasta que una buena tarde, Waldo se armó de valor y se rebeló. No dejó que lo usaran para sujetar la honda. Se dobló para abajo y puso los músculos tiesos.
-¡Dedo del demonio, ¿qué tienes?!- le recriminó Lázaro, tratando de enderezarlo.
Pero Waldo mostró su espíritu combativo y no se dejó. Era toda una fiera. Estuvieron forcejeando buen rato, hasta que sucedió lo increíble. Tal como lo supuso Ramid, Lázaro empezó a maltratar a Waldo.
-¡Toma tu merecido, dedo insolente!- gritaba iracundo Lázaro, atacándolo con una piedra.
-¡Waldo, ríndete, amigo mío, ríndete!- le suplicaba Ramid, angustiado por la carita de sufrimiento del pobre Waldo.
Al final de la batalla, no fue Waldo quien se rindió, sino Lázaro, al no soportar el dolor que él mismo se causaba al tratar de hacerle daño a su dedo gordo.
Fatigado por la desigual lucha, Waldo se desmayó de tanta tortura recibida. Lázaro, al ver que su dedo gordo no reaccionaba, lo dejó en paz, creyendo que lo había partido.
Ramid, tratando de no llorar, abrazó a Waldo para consolarlo.
-Waldo, mi noble amigo, ya nos la pagará ese malvado, ya nos la pagará- le decía acariciándole la cabecita.
Luego, Lázaro se las arregló para seguir matando pajaritos. Ante la inutilidad de Waldo, lógicamente usó como pareja de Ramid, al dedo medio. Y vaya que le resultó un buen chico el reemplazante, pues esa tarde mató más pájaros de lo que pensaba.
-¡Fenomenal!. Este dedo medio me trajo más suerte que el malcriado del dedo gordo- comentó con una sonrisa maliciosa.
Waldo, despertó de su desmayo y vio los ojos malévolos de Lázaro que lo miraban. Cuando el muchacho lo agarró, Waldo no puso resistencia y se dejó enderezar. Aunque lucía débil, estaba dispuesto a seguir peleando si le obligara a usarlo para sus fechorías.
-Waldo, qué bueno que ya te recuperaste. Pensé lo peor- dijo Ramid, suspirando de alivio.
Lázaro comenzó a trepar el árbol para bajar a algunos pajarillos muertos. Como un Tarzán de la selva, avanzaba colgándose entre las ramas, hasta que quedó aferrado de la penúltima rama para descansar por unos segundos. Entonces, tomó aire, y calculando el impulso que iba a dar, voló hacia la rama final. En esos precisos momentos, Waldo, aún no recuperado del castigo reciente, volvió a desmayarse. Lázaro, sin el apoyo de Waldo que se había desvanecido, no pudo agarrar bien la última rama y cayó al vacío dando un alarido descomunal.
En plena caída, Ramid logró despertar a Waldo.
-¡Waldo, dóblate o nos matamos!- gritó, y ambos enroscaron sus huesos lo mejor que pudieron.
Entonces, Lázaro cayó dándose un golpe atroz contra el suelo.
A excepción de Waldo y Ramid, todos los dedos de las manos de Lázaro se fracturaron al procurar amortiguar la caída. Los huesos de sus brazos y piernas también quedaron maltrechos y lo llevaron moribundo e inconsciente a un hospital.
Dos días después, cuando al fin Lázaro pudo abrir los ojos, vio a su mano derecha enyesada y colgada frente a él. Le pareció ver que Waldo y Ramid tenían unos ojos tiernos que lo miraban muy preocupados. Se dio cuenta que solamente ellos habían sobrevivido al accidente, porque podían moverse. Los miró triste y arrepentido.
En ese momento entraron al cuarto el médico y la madre de Lázaro. Ella saltó de felicidad cuando vio a su hijo despierto.
-¡Mire, doctor, mueve dos de sus deditos!- dijo la madre contenta al notar que Waldo y Ramid se acariciaban una y otra vez para llamar la atención.
-¡Mire, doctor, mueve dos de sus deditos!- dijo la madre contenta al notar que Waldo y Ramid se acariciaban una y otra vez para llamar la atención.
El médico cogió delicadamente a Waldo y a Ramid, y se sorprendió de que ambos estuvieran sanos y salvos.
-¡Qué bueno! Así Lázaro podría intentar escribirnos algo que sienta o desee!- dijo el médico, aún sin salir de su asombro.
Y acomodaron un lápiz entre los dos deditos sanos.
-¡Escríbenos algo, hijo mío, pide lo que quieras!- dijo emocionada la madre, sosteniendo un cuaderno frente a las narices de los buenos deditos.
Entonces, Lázaro, mirando con una leve sonrisa a Waldo y Ramid, y con la ayuda de ellos, fue escribiendo lentamente, letra por letra:
DEDITOS, PERDON POR HABER MATADO TANTOS PAJARITOS. NUNCA MAS LO HARE.
The Bronx, New York, Abril 16, 2008