Sunday, January 15, 2006

EL DADO


Humbertito fue el primero que lo vio poco antes de amanecer. Era un enorme dado como de cuatro metros de alto, reposando en el medio del parque. Minutos después, alguien también lo descubrió y pasó la voz a todo el vecindario. Entonces, al rato, ya todo el mundo rodeaba asombrado a ese misterioso dado gigantesco que se apareció asi nomás. Un dado blanco con sus puntos negros que indicaban el número de cada cara. ¿De dónde vino? ¿Y para qué vino?. Nadie lo sabía.

El número "dos", el "cinco", el "tres" y el "cuatro", eran los números que se podían ver a los costados. Pero había que subir para saber si era el "seis" o el "uno" el que estaba arriba.

Al principio tenían miedo de tocarlo. Se miraban los unos a los otros para ver quién era el valiente en hacerlo. Hasta que una viejita, que había llegado a duras penas con su bastón, extendió sin miedo su mano arrugada para tocarlo. Como no le pasó nada, todos también tocaron al dado por largo rato, comprobando que era un dado de madera.

Cuando trataron de empujarlo se alarmaron de no poder moverlo ni siquiera un centímetro. Ni la grúa que trajeron pudo arrancarlo del parque. Era pesadísimo, como si estuviera hecho de toneladas de acero.

-Dado del demonio- dijeron algunos y se alejaron asustados de él.

Pero al mediodía, a pesar de las advertencias de sus padres, ya varios muchachos se colgaban sin temor en el dado inofensivo. Y por ellos se supo que arriba estaba el número "seis" y que por lo tanto, abajo estaba el "uno", bien enterrado.

Desde entonces, Humbertito, que vendía golosinas en la puerta de su casa, se entretenía viendo a las niñas haciendo rondas alrededor del dado y a los ágiles chicos que se las ingeniaban para subir y brincar sobre él.

Humbertito, cuánto hubiese deseado estar allí y jugar con ellos, pero el problema era que cojeaba de una pierna por culpa de la polio que lo atacó de bebé.

A pesar de su corta edad, se las arreglaba para vivir solo en la casita que le dejaron sus padres fallecidos y subsistiendo con el negocio de las golosinas.

El muchacho escribía y mandaba cartas cada semana a su amigo Oscar, que vivía en un país lejano, contándole sobre su vida y sus anhelos. Humbertito siempre le expresaba su sueño de tener su pierna sana algún día para jugar al fútbol que tanto le gustaba. Y le contó sobre la llegada del dado gigante.

Con el tiempo, el pobre dado, que llegó tan bonito y tan limpiecito, se tornó feo y asqueroso. Sus caras lucían arañadas, embarradas y pintarrajeadas, y hasta olía mal porque nadie lo limpiaba.

Una madrugada, cuando no había ni un alma en el parque, Humbertito, llevó un balde con agua, detergente y un trapo, y los puso al pie del dado. Luego tuvo la paciencia de regresar y traer una escalera alta. Entonces, trepado de ella, empezó a lavar los cuatro costados del dado y al techo también, al cual subió con gran dificultad. Una hora después, dejó al dado impecable.

Al día siguiente, los muchachos se alegraron de ver al dado bien bañadito, tan blanquito como vino, sin saber quién lo había hecho. Pero no duró por mucho tiempo, pues a la semana siguiente ya estaba otra vez horrible y apestando.

Entonces, como tenía pena de verlo así, Humbertito, otra madrugada hizo lo mismo: llevó el balde con agua, el detergente , el trapo y la escalera, y lo bañó con mucho cariño hasta dejarlo bien aseado.

Pero luego, cuando regresaba a casa, sintió un ruido detrás de él. Volteó y casi se desmaya del asombro cuando vio que el dado venía rodando hacia él. Se detuvo en sus narices y le mostró la cara del número "uno".

-No tengas miedo, no te haré daño. Soy un dado que gusta de los niños generosos. Y como tú eres un muchacho bueno y fuiste el único que me limpió, te recompensaré con lo que más desees. Entra.- le dijo con voz amable el dado.

De pronto, la cara del número "uno" se abrió, y por allí Humbertito ingresó. Entonces el dado empezó a rodar y desapareció para siempre.

Al amanecer todo el mundo se sorprendió de no ver al dado. Pero más aún, quedaron desconcertados por la ausencia de Humbertito.

Sólo Oscar, el amigo del país lejano, tuvo noticias de Humbertito a las pocas semanas, cuando le llegó una carta de él.

Oscar se alegró muchísimo cuando terminó de leerla.

Se enteró que Humbertito era totalmente feliz en el mundo de los dados, donde estaría por algún tiempo junto a otros niños generosos que, como él, habían lavado otros dados. Un lugar increíble donde se navegaba por ríos multicolores sobre barcos de dados y se volaba entre nubes cantoras sobre aviones de dados.

Supo que a Humbertito le habían curado su pierna y que ya podía jugar al fútbol y metía muchos goles en un estadio de dados.

A las pocas semanas, el dado que se lo llevó, lo regresó a casa una madrugada, sin que nadie los vea.

Por la mañana, todo el mundo se alegró de ver de nuevo a Humbertito. Mas, se asombraron de que ya caminaba normalmente, sin cojear.

De tanto que le preguntaban por el milagro de su pierna sana, Humbertito les mintió que viajó hasta un hospital lejano, donde lo operaron y arreglaron el problema.

-Si les cuento la verdad, de seguro que si regresa el dado y volviese a ensuciarse, todos querrían lavarlo solo por interés- pensaba Humbertito, mientras corría junto con sus amigos, cargando una pelota con dibujos de dados, rumbo a una cancha de fútbol, para demostrar lo bueno que era para meter muchos goles.












Enero, 15, 2006

Saturday, January 14, 2006

DON CONEJON OLVIDON


Don Conejón andaba echando humo de lo molesto que estaba. El era el de las palabras más bonitas, al que contrataban en las fiestas del bosque para que dé los discursos más hermosos, y resulta que, de un momento a otro, la memoria le estaba fallando, pues se olvidaba de los nombres o palabras constantemente.

Una semana atrás, se le antojó comer en un restaurante y empezó a tomar una sopa riquísima, pero olvidó el nombre de esa cosita roja que se echa para que pique la lengua.

-Mozo, traigame el……..- dijo, sin terminar de hablar, poniendo una cara de gran preocupación. Se concentró unos segundos para poder recordar el nombre, pero fué inútil.

-¿Qué le traigo, don Conejón?- preguntó Ardillín, el mozo.

Don Conejón, avergonzado de olvidar el nombre, le dijo al mozo que ya no quería nada. Luego, fue corriendo desesperado a su casa y preguntó a doña Conejona, su esposa, cómo diablos se llamaba esa cosa que pica la lengua. Ella, se echó a reír, haciéndolo sufrir largo rato al no darle la respuesta, castigándolo por preferir comer en un restaurante y no la suculenta ensalada de zanahoria que ella le había preparado con tanto cariño.

-Es facilísimo, tiene tres letras- le dijo ella, terminando de comer un trozo de galleta. Al ver que don Conejón no recordaba, le propuso que le trajera unos chocolates a cambio de decirle la respuesta. Don Conejón voló a la tienda y en un instante regresó con los chocolates.

-Ya, mujer, dímelo de una vez- rogó don Conejón

-Aaaa...- dijo ella, esperando que él terminara la palabra.

-¿Aaaa... qué, mujer? Dímelo que ya me estoy desesperando- dijo don Conejón, impaciente.

-¡Ají!- al fin dijo ella, comiéndose un chocolate. Don Conejón, de inmediato, apuntó la palabra en un papelito para recordarla en otra ocasión. Al poco tiempo, ya en el papelito no cabía una palabra más y tuvo la necesidad que comprar una libreta para apuntar tantas palabras olvidadas.

Pero, hoy en la mañana, sucedió que don Conejón caminaba hacia el Correo, pensando qué le regalaría a sus hijos en las próximas navidades, cuando de pronto tropezó con una gata vieja, tumbándola al suelo.

-Perdóneme, doña Gatuna, perdóneme, es que yo estaba ….yo estaba...- dijo don Conejón, sin terminar, pasmado de olvidarse de otra palabra nuevamente.

-Yo estaba……- insistió en recordar esa palabra que había huido de su memoria.

-No se preocupe, don Conejón, ya sé que usted estaba apresurado, yo comprendo- dijo, sin enojarse ella, levantándose para continuar su camino.

Aún con su cara pensativa, don Conejón sabía que la palabra “apresurado” no era la que se le había olvidado. Era otra. Y como anteriormente, corrió a casa a pedir ayuda a su esposa.

Pero ahora, doña Conejona, ya no iba a darle la respuesta tan fácilmente. Pensaba que le estaba haciendo un daño en no dejar que él mismo recordara las palabras olvidadas. Creía que don Conejón era flojo para hacer trabajar a su memoria.

-¡Que no te lo diré! ¡Tú mismo tienes que recordarlo!- le dijo muy firme, ella, con los brazos cruzados.

-Pídeme lo que quieras, todos los chocolates del mundo, la ropa más linda, las zanahorias más deliciosas de Holanda, todo lo que quieras. ¡Pero dímelo por el amor de Dios!- dijo don Conejón, suplicando casi hasta las lágrimas.

-¡Que no!

-Te lo ruego…

-¡Que nooo, he dicho!

Triste, de no saber la palabra, don Conejón deambuló cabizbajo por el bosque. Todo el mundo tuvo pena de él, porque lloraba y renegaba de su memoria traidora.

-Será porque ya estoy viejo- decía, secándose las lágrimas, sin saber a dónde iba y sin ganas de regresar a comer, a pesar que ya había anochecido.

Alguien, entonces, le dijo a doña Conejona que su esposo casi se cae al río por lo pensativo que andaba. Ella, compadeciéndose de don Conejón, fue a buscarlo por todas partes para decirle la palabra que él había olvidado y regresarlo casa para que comiera.

Cuando lo vio de lejos, casi cruzando la carretera, le gritó:

-¡Conejón, regresa, que te diré la palabra!

Pero don Conejón, por estar concentrado en sus penas, fue atropellado por una camioneta.

-¡Conejónnnnn! ¡Mi amorrr! ¡Mi Conejón querido!- se echó a llorar doña Conejona, abrazando a su esposo que yacía moribundo en la pista.

Un gorila, que era el chofer de la camioneta, bajó asustado para decir que él no tenía la culpa de lo sucedido.

-El señor se me cruzó intempestivamente, señora, se lo juro- dijo el gorila muy nervioso.

-¡Yo tengo la culpa! ¡Yo tengo la culpa por no haberle dicho la palabra que había olvidado!- gritaba arrepentida doña Conejona.

El gorila, aún asustado, sin comprender nada, le preguntó a doña Conejona qué era lo que no le había dicho a don Conejón.

Entonces, a ella, por la desesperación, a ella también se le olvidó ésa palabra.

-¿Qué no le dijo a él, señora?- insistió el gorila, curioso.

De pronto, don Conejón fue despertando poco a poco de su desmayo. Al ver a su esposa, le preguntó por esa palabra.

Ella, continuó llorando por dos motivos: por las heridas de don Conejón y por no recordar ella misma esa palabra.

Cuando el gorila vio que don Conejón abrió los ojos, le dijo:

-Perdóneme, señor, no quise atropellarlo, se lo juro por mis diez hijos. Quizás, usted estaba DISTRAIDO.

-¡Esa es, "distraído", esa es la palabra que olvidé!- gritó emocionado Don Conejón.

De inmediato, recobró las fuerzas y se incorporó para besar a doña Conejona. Le agradeció al gorila (que aún no comprendía nada) por el favor que le hizo de casualidad. Entonces, lo llevaron a hospital donde le curaron sus heridas.

De vuelta a casa, antes de acostarse, con la cabeza vendada, don Conejón escribió esa palabra bien clarita en su libreta para que nunca más tenga que rebuscarla en su frágil memoria y corra el riesgo de dejar viuda a su amada doña Conejona y huérfanos a sus queridos hijos por andar DISTRAIDO.




Enero 14, 2006